EL LEGADO

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Una vez, cuando ella tenía diez años o menos, un vendedor de fuegos artificiales vino a Yokoya. Los ancianos del pueblo, en un inusual ataque de decadencia, le pagaron para que presentara un espectáculo celebrando el final de la primera cosecha. Las familias llenaron la plaza, contemplando las explosiones estruendosas y esplendorosas que iluminaban el cielo nocturno.

Kyoshi no vio el espectáculo.

Yacía en el suelo del cobertizo de alguien, retorcida por la fiebre.

A la mañana siguiente, el calor en su cráneo la obligó a despertarse al amanecer. Se tambaleó por las afueras de la ciudad, buscando aire fresco, y encontró el campo donde el vendedor colocó sus explosivos la noche anterior. El suelo estaba chamuscado y picado, completamente devastado por un demonio sin naturaleza. Estaba cubierto de una capa de ceniza y rocas volteadas. El agua se arrastraba por corrientes lentas y negras. El aire olía a huevos podridos y orina.

De pronto recordó que ahora estaba aterrorizada de ser la culpable de la destrucción. Escapó, pero no antes de borrar sus huellas del camino que había tomado. 

•°•

Cuando Kyoshi recuperó su visión, pensó por un momento que había regresado en el tiempo a ese paisaje irreal y violado. Los árboles desaparecieron detrás de ella, se partieron de sus troncos y se rasgaron desde sus raíces para exponer grandes masas de tierra húmeda. Para ella, era como si una enorme mano hubiera tratado de barrer la ladera de la montaña en una sacudida de miedo y vergüenza. Profundas rasgaduras cruzaban la piedra como garras. Las cimas de las colinas habían sido empujadas, los deslaves de tierra cayeron de sus crestas.

Kyoshi tenía la vaga idea de que ella estaba flotando. Y ella no podía ver a Kelsang en ningún lado. Ella había eliminado su existencia.

Hubo un aullido de un animal en el viento, un grito como cuerdas desafinadas de un violín.

Vino de ella.

Kyoshi cayó al suelo y se acostó allí, con la cara húmeda por las lágrimas. Presionó su frente contra la tierra, y sus inútiles gritos hicieron eco en su rostro. Sus dedos se cerraron alrededor del polvo, buscando lo que había perdido.

Fue su culpa. Todo fue culpa suya. Había ignorado a Kelsang en lugar de escucharlo, había permitido que la cobardía gobernara sus pensamientos y acciones. Y ahora la fuente de luz en su vida se había ido.

No le quedaba nada. Ni siquiera el aire en sus pulmones. Los sollozos que recorrían su cuerpo no le permitían respirar. Sintió que iba a ahogarse sobre el agua, un destino que habría aceptado con gusto. Un castigo justo para una niña no deseada que había desperdiciado su segunda oportunidad: Kelsang, un milagroso y amoroso padre evocado de la nada. Y ella lo había maldecido con muerte y ruina.

Hubo un temblor en la distancia. Los escombros alrededor de cierto lugar se hundían, separándose. Alguien había escapado de los estragos que ella causó en el Estado Avatar enterrándolo en lo más profundo de la tierra. Ahora eso estaba haciendo un túnel de regreso a la superficie, listo para reclamar su propiedad.

Kyoshi se puso de pie con un pánico ciego y salvaje. Ella trató de correr hacía la dirección en la que había venido el temblor, tropezando con los escombros de tierra que creó, de la cual, rogó recordar. Las ruinas quemadas de aldeas mineras eran tan similares en su aspecto desmoronado que, por un segundo, pensó que estaba atrapada en un bucle. Pero entonces, justo cuando sus piernas estaban a punto de ceder, encontró a Pengpeng esperando justo donde la habían dejado.

El bisonte olfateó a Kyoshi y bramó triste, alzando cuatro patas sobre su espalda antes de estrellarse lo suficientemente fuerte como para sacudir la tierra. Kyoshi entendió. Tal vez Pengpeng había sentido que su conexión espiritual con Kelsang había desapareciendo, o tal vez Kyoshi simplemente olía a su sangre.

El Ascenso de Kyoshi [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora