Capítulo 4

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—Aquí, chicos —dijo Bruce. El tipo alto estaba en la puerta con dos docenas de rosas en los brazos. Después de recibirlos a los dos con un beso y de coger sus bolsas, entregó una docena a Clark y otra a Diana—. Vamos, tengo el coche aparcado fuera y Terminator ha ido a recoger vuestras maletas.

—¿Ha venido Zatanna? —preguntó Diana. No veía a sus hermanas desde hacía seis meses, porque sus programas no habían coincidido. Mientras que Diana dominaba el mundo del tenis femenino, sus hermanas, Zatanna y Lena, hacían lo mismo en voleibol playa.

—Sí, Lena y ella van a estar hoy aquí. Mañana por la mañana se van a un torneo en Palm Beach, así que esta noche te van a hacer la cena y van a ocupar tus habitaciones de invitados. —Bruce los guio hacia la salida, sabiendo que las hermanas Prince y él habían superado con creces el tiempo que podían estar aparcados fuera, aunque por otro lado, a Lena no la llamaban Víbora sin motivo. Una sola mirada suya había enviado al joven guardia de seguridad de vuelta a su garita durante la hora que llevaban esperando.

—Recuerda, ejercicio primero, reunión familiar después —dijo Clark, sabiendo que el recordatorio era innecesario, pero lo dijo de todas formas.

—Sí, amo, lo recuerdo.

En el Suburban aparcado fuera estaban dos mujeres que eran prácticamente iguales a la tenista salvo por el pelo. 

Zatanna y Lena llevaban el pelo algo corto por cuestiones de comodidad al jugar, pero todas ellas tenían la misma constitución fuerte. 

Todas se llevaban dos años de diferencia y Diana era la pequeña de la familia, mientras que Lena era la mayor. 

Para todas ellas, el deporte había sido una forma de escapar de unos padres excesivamente conservadores que querían unas damas recatadas como hijas que les permitieran lucir un montón de nietos.

 En cambio, habían tenido a tres de las lesbianas más famosas del mundo del deporte, lo cual había bastado para que sus padres las repudiaran. Gracias a la cuidadosa gestión de Bruce, ninguna de las tres tenía ya problemas económicos, sólo el dolor causado por el rechazo de sus padres.

—¿Estamos viendo a la campeona de Wimbledon? —preguntó Lena, saliendo del asiento del conductor.

La sorpresa para Diana les iba a costar dos días de entrenamiento, pero merecía la pena por ver la sonrisa de su hermana pequeña. 

A las dos mayores les había dado muchísima pena no estar presentes en ninguno de los partidos que había jugado Diana, pero tenían la esperanza de poder estar en las gradas en septiembre para todo el Abierto.

 La familia se puso al día de lo que estaba ocurriendo en su vida desde la última vez que se habían visto y encargaron a Clark que apuntara unas fechas en las que Diana podía ir a ver jugar a sus hermanas.

Dentro del aeropuerto, Mera llegó a la salida justo a tiempo de ver que Diana se metía en el coche y éste se alejaba. Como siempre, Gail llegaba tarde, y Mera esperó dentro con el aire acondicionado, porque no quería enfrentarse al calor hasta tener puesto un traje de baño.

Mera acabó esperando cuarenta minutos, apoyada en la pared de cristal de la entrada, hasta que por fin vio a Gail fuera, saliendo de un coche alquilado.

 Por su forma de caminar, Mera supo dónde había estado desde que había llegado. Cuando la corredora de bolsa entró y se inclinó para darle un beso, su aliento a whisky sólo fue la confirmación. 

La pelirroja se puso al volante mientras Gail cargaba el equipaje, y se preguntó si la abolladura del guardabarros delantero ya estaba allí cuando Gail recogió el coche. 

El fuerte portazo en el lado del pasajero hizo que Mera mirara a la mujer con la que había pasado tres años, que cerró los ojos y se quedó dormida en lugar de hablar.

 Si no hubiera sido tan triste, a Mera le habría hecho gracia que las dos llevaran casi un mes sin verse y no tuvieran nada de qué hablar. Mera arrancó con el coche hacia la casa que habían alquilado.

Las tres hermanas hicieron el circuito completo de la sala de entrenamiento mientras las dos mayores se metían con Diana por lo de Alicia. 

Las dos torturadoras estuvieron citando cada titular de la prensa sensacionalista hasta que Diana se puso la ropa de correr y se lanzó por la playa. Esta extensión de paraíso era lo que más echaba de menos cuando la agotadora gira de torneos la obligaba a ausentarse durante meses enteros.

La limpia arena blanca y las aguas verde azuladas eran como una capa de calma en su vertiginosa vida. Al volver aquí, Diana estaba convencida de que podría apartarse del tenis y no echar en falta ni al público ni la actividad.

La casa de Diana estaba construida en una gran parcela de tierra en primera línea de playa en Press Cove. Al otro lado de la casa de Bruce y Clark sólo había un par de casas más en lo que eran kilómetros de playa.

 Después, no había nada más hasta llegar a la extensión más habitada donde empezaba Clearwater. A Diana no le importaba compartir el terreno cercano a ella, puesto que sus otros vecinos sólo venían durante los fines de semana en otoño para disfrutar de las temperaturas aún cálidas, pero más frescas.

Dejando a sus hermanas en la cocina, Diana se acercó a la orilla y se estiró. Con el recorrido que hacía habitualmente bajaba ocho kilómetros por la playa y luego daba la vuelta y regresaba.

 Su dedicación a la carretera, como lo llamaba Clark, le mantenía las piernas descansadas durante los partidos más duros. Las mujeres del otro lado de la red acababan maldiciendo en el segundo set al ver que Diana empleaba la misma velocidad para correr detrás de la pelota que en el primer set.

En verano los acompañantes habituales de Diana eran las gaviotas que pasaban volando y los andarríos que corrían por delante de ella para huir de las olas. 

Era una de las razones por las que corría sin los típicos cascos de música que usaba la mayoría de la gente. El ruido de las olas y de sus pies al golpear la arena eran el estilo de meditación de Diana.

El disfrute con lo que la rodeaba y la alegría de estar en casa estuvieron a punto de hacerla tropezar con la pareja enzarzada en un apasionado beso sobre una manta roja en la arena.

Diana vio que la más alta tenía la mano bien metida en las bragas del bikini de su compañera y que la morena que estaba encima de ella parecía gozar de sus atenciones.

Posando la mirada de nuevo en el agua, Diana siguió corriendo sin decir nada, pues no quería incomodar a las dos amantes más de lo que ya lo había hecho.

Es decir, si es que se han dado cuenta, pensó mientras la velocidad que llevaba la alejaba lo suficiente para no oír la pelea que había provocado sin querer.

Game, Set and MatchDonde viven las historias. Descúbrelo ahora