Capítulo 27

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—Llámalo ahora mismo.

—Vamos a ducharnos y luego lo llamo. Venga, Mer, no es que el que me acecha vaya a entrar aquí a matarnos a las dos —intentó razonar Diana.

La discusión había empezado en el coche, cuando cometió el error de mostrarle a Mera la nota que había recibido.

El chiflado que las enviaba había incluido la foto de Mera que había aparecido en el periódico, con la promesa a la morena de salvarla de la malévola influencia de Diana. Cuanto más la miraba Diana, más le daba la impresión de que tendría que reconocer algo sobre las notas y la forma en que estaban escritas. La anticuada caligrafía era una manera rara de escribir una amenaza de muerte por parte de alguien que quería matarte. Era casi como una invitación a morir en el momento en que lo decidiera.

Mera cogió el teléfono y se lo pasó a Diana junto con la tarjeta que le había dado el inspector Sully cuando la fue a ver en el entrenamiento. El policía había dejado una más por si Diana necesitaba llamarlo, puesto que Clark se había quedado con la primera.

—Esto es serio, Diana. Ahí fuera hay un chiflado que quiere enviarte a la gran pista de tenis del cielo y creo que ha llegado el momento de que empieces a tomártelo con cierto respeto. —Dejó un momento el teléfono, fue hasta donde estaba Diana sentada en la cama y se colocó entre sus piernas—. Te quiero, Kong, y quiero que sigas por aquí durante muchos años. ¿Lo haces por mí, por favor?

—Ah, vamos, no me mires así. —Diana se levantó, cogió el teléfono y marcó el número. No hizo falta mucha persuasión para lograr que Logan aceptara reunirse con ellas en el piso de Mera.

Mera consiguió que Diana se echara hasta que llegara Logan, con la esperanza de que una corta siesta aliviara el agotamiento que se veía en el rostro de Diana. No oyó la llamada a la puerta ni la conversación que mantuvo Mera con el inspector cuando llegó. Se llevó la carta y el sobre para analizarlos en busca de huellas y prometió volver más tarde para interrogar a Diana. Logan había visto el partido por televisión y no podía echarle en cara a Diana que necesitara desconectar un rato. Al volver a salir al calor, Logan Sully no vio la figura apoyada en un árbol a cierta distancia en la calle.

De haber mirado, Logan se podría haber interesado por el rosario que colgaba de unos dedos apretados. El soldado de Dios había ido pasando metódicamente de una cuenta a otra mientras rezaba por la oportunidad de librar al mundo de Diana Prince. Ella sería la primera de las hermanas Prince que recibiría la salvación a través de la muerte.

—El Señor purificará el mal que corre por tus venas, Diana. Me ocuparé en persona.

Una vez terminado el rosario, la figura algo encorvada se volvió y se dirigió al hotel de los barrios bajos donde guardaba las herramientas de la tarea que tenía entre manos. Había llegado el momento de purificar su propia alma, para que cuando llegara la hora, su mano fuese certera y estuviera santificada.

El hombre de recepción ni se molestó en mirar cuando el huésped pasó ante él rumbo al lento ascensor que había al fondo de la entrada. No había habido quejas contra el huésped que había llegado dos semanas antes del gran torneo de tenis, y la doncella no había pasado mucho tiempo en la habitación, pues se daba la vuelta todos los días al ver el cartel de no molestar colgado en la puerta. De haber pasado, la policía habría recibido un aviso sólo por los gritos.

El hombre no miró a nadie mientras avanzaba por recepción. El hotel aún empleaba llaves y tuvo que moverla en la cerradura para conseguir que se abriera y poder entrar. Encima de una cama había una colección de cuchillos que se podrían haber usado como espejos, de lo limpios que estaban. Sólo uno de ellos estaba envuelto en un trozo de tela gruesa de lino, que fácilmente podría haber sido la cosa de mejor calidad que había en la habitación. Éste era especial porque en él estaba la sangre de la bestia, tras su primer intento fuera del restaurante.

Cayó de rodillas ante una pequeña piscina hinchable para niños cubierta por una red de malla e inició su ritual purificador.

—Yo soy alfa y omega, el principio y el fin. El que crea en mí conocerá el reino de los cielos.

Al Señor no le importaba que no recordara las palabras exactas que le habían enseñado las monjas años atrás, lo que importaba era que creía.

—Señor, necesito tu ayuda para derrotar a la bestia. Es adorada por las masas que no conocen el camino. —Levantó despacio la malla de la piscina y metió la mano dentro. El movimiento de su mano hizo sonar la advertencia de los crótalos, pero eso no le impidió continuar. Dios estaba de su parte y lo protegería de las serpientes.

—Muéstrame una señal, Señor.

El cuerpo grueso y fuerte de la serpiente de cascabel se enrolló alrededor de su brazo derecho, con espacio suficiente para hacer sonar su crótalo de la muerte. En lugar de sentir miedo, metió la otra mano para coger otra, que también se enrolló alrededor de su otro brazo.

Levantó ambas serpientes agitadas en el aire y miró a los ojos de los áspides. No parpadeaban y ambas cabezas estaban preparadas para atacar. El que las manejaba les había dejado suficiente espacio para hacerlo si así lo decidían.

Había pasado toda su vida intentando servir al dios en cuya existencia creía. Un dios que abatía a aquellos que iban en contra de su palabra mediante soldados sagrados cuidadosamente elegidos para cumplir su voluntad, pues este dios no se apiadaba de los que vivían fuera de su norma. El fiel servidor que sujetaba a las serpientes se había apartado de su iglesia y había creado su propia religión, con el tipo de ser supremo al que seguía. No había sitio para la decencia.

Observó asombrado cuando una gota de veneno cayó de la boca de la más grande, que no atacó.

—Cumpliré tu voluntad, Señor Dios.

Aún le hormigueaba el brazo donde había caído el veneno mientras devolvía a su guarida a las pruebas de su fe. Había llegado la hora.

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