Capítulo 7

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Una hora después, Gail estaba tumbada a su lado, saciada, pero frustrada al mismo tiempo. Mera la había tocado y le había hecho el amor, pero no había querido recibir nada a cambio por parte de ella. Eso ocurría cada vez con más frecuencia, y Gail no sabía cómo solucionarlo. ¿Acaso Mera sólo quería ser conquistada?

—Vamos a tener que hablar de esto tarde o temprano, sabes —le dijo Gail, sin apartar el brazo que se había echado por encima de los ojos. Mera se levantó de la cama y se fue a la ducha, acompañada por el suspiro que oyó detrás al cerrar la puerta.

—No puedo hablar de algo para lo que no tengo respuestas —le dijo a su reflejo en el espejo del cuarto de baño.

Gail y Mera echaron a andar en silencio por la orilla hacia las seis para ir a casa de Diana. Las dos contemplaban las ondas del agua, que en realidad no se podían considerar olas, como si tuvieran la respuesta de lo que no funcionaba entre ellas. Gail se fijó en la pelota que había dejado el perro y que Mera llevaba en la mano, la mano más próxima a ella, por lo que no podía cogérsela.

—Como vayas a la arena, te tiro a la parrilla. —En la voz no había el menor tono humorístico y Mera y Gail se pararon en seco—. En serio, Abby, tardo una hora en secarte todo ese pelo que tienes con el secador —terminó Diana. Mera la vio plantada al borde de la terraza, mirándole la mano, y aceleró el paso para que el chucho no se metiera en un lío.

—Hola —llamó Mera. Al saludo de Mera le respondieron los fuertes ladridos de Abby, dando la alarma en un radio de quince kilómetros por la llegada de las mujeres.

—Hola, suban. No se preocupen, Abby es i-n-o-f-e-n-s-i-v-o —dijo Diana. Gail enarcó una ceja al oírla deletrear y pensó que la velada iba a ser muy larga.

—Vamos, Mera, es evidente que es inofensivo.

En cuanto Gail dijo eso, Abby sufrió una transformación. Como a un gato, se le erizó el pelo y enseñó los dientes gruñendo.

—Abercrombie Prince, abajo —gritó Diana. El grito hizo que el perro volviera la cabeza de golpe y que se sentara al instante.

Miró a Diana, esperando al parecer para ver si se la iba a cargar de verdad—. No lo ha dicho en serio, chico, todo el mundo sabe que el auténtico King Kong eres tú —le dijo Diana al perro con tono mimoso.

La cola empezó a agitarse de nuevo y una vez más intentó engatusar a las dos mujeres que estaban en la arena para que se reunieran con ellos.

—¿Qué demonios ha pasado? —quiso saber Gail. Si la mujer tenía un perro salvaje, no debería invitar a la gente sin encerrarlo primero.

—Lo siento, es que a Abby no le hace ninguna gracia que la gente diga que es como ha dicho usted. Supongo que hace que se sienta como un alfeñique. Pide perdón, chico —ordenó Diana. Abby se acercó primero a Mera e inclinó la cabeza ofreciéndole una pata, que ella aceptó, devolviéndole la pelota. El perro hizo lo mismo con Gail, pero le clavó una mirada a la mujer con unos ojos sorprendentemente parecidos a los de su ama.

—Hola, me alegro de que hayan venido y espero que tengan hambre. — Detrás de Diana había una parrilla inmensa en la que ardían troncos de nogal para convertirlos en carbón, y a su lado estaban preparados unos grandes filetes de salmón.

Todo tenía un aspecto organizado y al alcance de la mano para una cocinera experimentada como Mera. Era una de sus aficiones, que no lograba practicar muy a menudo.

—¿Usted cocina, señorita Prince? —Fue entonces cuando la piloto se preguntó si Diana sabía cómo se llamaba. No habían llegado a tutearse en todos sus anteriores encuentros.

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