1.Astrid.

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Fuera hacía frío. Lo sabía. Lo había comprobado al salir del instituto.

Por suerte era viernes y tenía todo el fin de semana por delante, aunque... ¿para hacer qué?

Nada.

Nada. Lo de siempre.

Nunca había sido muy abierta, pero ahora...

No tenía amigos. No tenía nada, para resumir.

Antes tampoco tenía muchos, pero almenos se relacionaba.

Desde que se había mudado era aun peor. ¿Por qué se habían tenido que marchar? Tenía una medio vida, algún que otro amigo, pero sobre todo, el chico del que estaba enamorada. Ahora lo había perdido.

Aunque, de todas maneras, él jamás se habría fijado en ella. Para qué engañarse.

Realmente no esperaba otra cosa.

Ella vivía en su propio mundo, esperando cosas que sabía de sobra que jamás se cumplirían.

Era, como mínimo, una princesa tonta. Qué decía princesa. Ella era la criada. La criada que ni aparecía en el cuento.

Su nombre era Astrid, y no, no era una chica normal. Tenía el pelo largo, liso y rubio. Y los ojos marrones; demasiado sosos en su opinión.

Cambiando de tema, se estaba aburriendo mucho. Necesitaba una afición o algo con lo que pasar el tiempo.

¿Qué podía hacer?

¿Dibujar? No se le daba especialmente bien pero podía intentarlo. Así al menos haría algo.

-Astrid ¿estás ahí?

Pues claro. Que tontería. Cómo no iba a estar.

-Sí, mamá. ¿Qué pasa?- contestó ella.

-¿Te importaría ir a comprar un par de cosillas?

En realidad, sí. Ir a comprar suponía salir de casa. Al exterior. Fuera de la protección de su hogar.

-Bueno...

-Si no vas, no cenas. Tú verás lo que haces- cortó su madre, con un deje de impaciencia en la voz.

-Vale, vale. Ya voy- se resignó Astrid.

Salió de su cuarto y fue a la cocina, donde su madre le dio dinero y la dijo:

-Leche, huevos y azúcar.

Astrid salió a la calle y comenzó a caminar con desgana.

Leche, huevos y azúcar. Leche, huevos y azúcar. Su mente lo repetía una y otra vez. ¿Qué era ella? ¿Algún tipo de parodia de Caperucita Roja?

En ese caso, un lobo aparecería en cualquier momento y la deboraría. No era tan mal plan...

En ese momento, un ladrido la sacó de sus delirios sobre el cuento, y un bonito pastor alemán de pelaje brillante se acercó a ella y casi se le sube encima.

Astrid retrocedió un par de pasos, asustada.

-Tranquila. No hace nada, es muy buen chico - dijo una voz masculina.

Ella alzó la vista. Y se encontró con los ojos verdes más preciosos que jamás hubiera visto.

El dueño de aquellos ojos era un joven de pelo corto y rubio. Debía tener un año más que ella, que tenía dieciseis.

Se acercó más a ella y acarició la cabeza del animal.

-Hola. Me llamo Víctor - se presentó él.

-Yo... yo me llamo... Astrid - tartamudeó nerviosa. Le pasaba siempre que tenía a un chico guapo delante.

-Encantado, Astrid. Tienes un nombre muy bonito.

-Gra...gracias...

-Oye, ¿por qué estás tan nerviosa?

La chica notó que le ardían las mejillas. Volvió a mirarle y vio que sonreía. Se estaba divirtiendo.

-No estoy nerviosa- mintió.

-Ya, seguro. Bueno, Astrid, me alegro de haberte conocido. Adiós - terminó, alejándose.

-Adiós- repitió ella, aunque el chico ya no podía oirla.

Llegó a su casa y le entregó la compra a su madre. Y subió con rapidez a su cuarto.

Sí, estaba pensando en Víctor. Que joven más extraño. Y guapo, sin duda. Era posible que fuera uno de los chicos más guapos que hubiera visto.

Pero, que más daba. Aquel Víctor era lo que ella solía definir como inaccesible o inalcanzable.

Aunque en esa ocasión, podía estar equivocada.

Si la princesa abriera los ojos...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora