Capítulo XXXV

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A pesar de que gracias que al parto tendríamos a nuestros bebés en mano, era el proceso más doloroso que había experimentado en mi corta vida, y no lograba entender cómo algo que produciría una dicha inmensa tenía que doler tanto.

Luego de ingresar de emergencia a la clínica, dado a que había roto fuente y minutos después me había desmayado, el doctor Jones con ayuda de lo que parecía una docena, o tal vez exageraba, de enfermeras, otros doctores e internos, había empezado a realizarme toda clase de análisis para asegurarse de que mis bebés no correría ningún riesgo y que ambas estaban colocadas en la posición adecuada para nacer por parto natural.

Y hasta ese momento todo estaba bien, claro si se ignoraba que cada dos minutos sentía unas intensas contracciones de cuarenta y cinco segundos de duración, y que sólo había dilatado seis centímetro en las diez horas que llevaba en la clínica.

Estaba agotada, y eso que todavía faltaban cuatro centímetros para que la labor de parto o nacimiento de las bebés empezara. Pero era que llevaba diez horas en esa clínica, siete caminando de un lado para otro por la habitación para calmar un poco la ansiedad que sentía y las otras tres horas restantes acostada en una cama retorciéndome de dolor cada dos minutos.

— ¡¿Alguien puede ponerme la maldita epidural?! —En esos momentos no era la persona más educada del mundo.

El doctor Jones se acercó con rapidez a mí. — ¿No quieres esperar a tener siete centímetros de dilatación?

—No... ¡Es que nadie en este cuarto entiende lo que es sentir que cada dos minutos algo en tu interior quiere romperse! —Tomé un pequeño respiro, al sentir justo en ese momento otra contracción. Austin, quien se encontraba a mi lado tan silencioso como una hormiga, sujetó mis manos con fuerza. — ¡Maldición! ¿Esperaran a que no pueda casi respirar para ponerme la jodida...?

—Esperaremos un poco más, Elizabeth; no falta mucho para que dilates...

Bufé, enojada. —No puedo esperar más... —Tomé una inhalación profunda. Me estaba matando el dolor—. Sabe que lo aprecio mucho, pero justo en este instante estoy imaginado cómo matarlo por no ponerme la maldita epidural ahora...

El doctor hizo una larga inhalación, ya acostumbrado a mi grosero vocabulario, volviéndose hacia una de las enfermeras con el amago de una sonrisa. —Dentro de unos diez minutos procederemos a ponerle la epidural a la jovencita. —Y habiendo dicho eso, salió de la habitación.

Nunca en mi vida habría imaginado que traer al mundo a esas increíbles personitas sería tan doloroso. Sí, había leído numerosos informes en varias páginas sobre el parto, además de que me había pasado las últimas semanas viendo videos en Internet de mujeres dando a luz a sus bebés, pero el dolor que sentía en esos momentos superaba todo lo que había visto con anterioridad.

Me sentía estafada por esas personas que decían que el parto era una de las cosas más maravillosas del mundo porque... Dolía como los mil demonios y nadie en esa clínica estaba dispuesto a darme un calmante, alegando que no era el momento adecuado para ello, y yo ya empezaba a impacientarme.

Llevaba diez horas allí, y dado a cómo iban las cosas creía que tendría que esperar varias más para poder salir de ese tormentoso dolor y tener a mis bebés en brazo.

Me estremecí de dolor, mordiendo mis labios con fuerza para no soltar más improperios a todas esas personas en ese lugar. No quería seguir diciendo groserías, ya bastaba con todas esas palabras hirientes que había soltado a diestra y siniestra a todos los allí presente.

—Tranquila, amor, ya pasará... —susurró, Austin besando mi frente con ternura y empezó a masajear con sus dedos cada una de las sienes que estaban en mi cabeza, dado a que sentía un pequeño dolor.

Nueva vida, Nuevo comienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora