Fue en aquel momento cuando el tiempo se detuvo y las manecillas del reloj no se atrevieron a seguir girando, cuando me di cuenta de que la perfección no estaba en sus ojos, ni tampoco en la curva más bonita que tenía, ni tampoco estaba en su mirada. La perfección estaba en los demonios que sus pupilas ocultaban para no asustar al mundo. La perfección estaba en todas esas palabras que se habían quedado sin voz invadida por la tristeza. La perfección estaba en todas sus imperfecciones. Fue en ese mismo instante en dónde fui capaz de ver ese cúmulo de desperfectos, el momento que supe que ella era perfecta para mí.