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—Conocí a alguien en mi tiempo fuera, Samuel Mendes—dije y Ezra me miró confundido, lo único que yo deseaba era que no dijera nada—su padre era Paulo Mendes, el científico loco que creó todo.
Los ojos de todos volvieron a posarse en mí, incluso Anastasia me miraba expectante mientras abrazaba a su hija—No tengo idea de donde está ahora, la última vez que supe de él estaba dentro de una base militar—mentía, claro que mentía, pero yo no sabía que tanto podía confiar en esas personas, tampoco sabía que tanto podía confiar en Ezra—Pero si lo encontraran ¿Serviría de algo?
Todos se miraron entre sí, Ezra no me sacaba los ojos de encima, pero gracias al cielo no abrió la boca.
—Bueno, pues...—comenzó diciendo Sasha, pero parecía no encontrar las palabras correctas.
—Claro que serviría—dijo Luis—pero para ser sinceros, ha pasado muchísimo tiempo. Esto no es como Guerra Mundial Z. El mundo colapsó con el Apocalipsis. No tenemos los insumos necesarios para hacer que la vacuna llegue a todos.
—Pero se pueden conseguir—dijo Anastasia.
—Si ese chico, Mendes, se presentara aquí, podríamos hacer una transmisión de emergencia. La vacuna no serviría en muertos, ni infectados, pero...
—Podría prevenir a los vivos. Podría hacerlos inmunes.
Eso era un rayo de esperanza en un día nublado. Podría cuidar a los míos, ellos podrían vivir una vida tranquila en el Nuevo Mundo y eso era todo lo que yo necesitaba.
—¿Y cómo lo harían?—pregunté y una vez más, ellos se miraron entre sí.
Fue Sasha la que habló—Pues, una muestra de sangre...
—En la base principal me dijeron que eso no era suficiente—me di cuenta de mi error e intenté remediarlo—es decir, Mendes. Mendes me dijo que los militares habían mencionado que una muestra de sangre no sería suficiente.
—Los militares no tienen ni la fórmula del virus, mucho menos sabrán cómo conseguir una cura. Paulo se preparó bien para el fin del mundo—al oír ese nombre el corazón se me detuvo—Creó el fin de la humanidad, pero también se encargó de investigar la cura. Él dejó un informe de cómo creía que podrían encontrar la solución, aunque se contradice con lo que los militares creen, lo sabemos—dijo Sasha—para Paulo, era suficiente un hisopado, una muestra de sangre y una muestra del hígado.
¿Por qué mi padre jamás había mencionado eso? ¿Por qué me había ocultado tanto tiempo si sabía que había una solución? ¿Por qué dejó que el mundo se fuese a la mierda si tenía la chance de salvarlo? Me sentí levemente traicionada.
—Pero todo esto es hipotético—aclaró un sujeto hablando desde un rincón de la habitación—hay una probabilidad de que todo eso falle y se deba recurrir a acciones mayores, que pueden concluir con la muerte del sujeto.
Todos voltearon a verlo, parecían enfadados y comenzaron a discutir entre ellos acerca de la teoría de ese tipo.
Inmediatamente, mi cerebro se desconectó de aquel lugar y comencé a pensar en toda esa información.
Podía salvarlos, a Dimitri, a mamá, a Maia, a Dante, a Dylan, a Dani, a Ezra...
Podía salvar a los míos y había una leve posibilidad de que no hiciera falta que yo muriese. Era pequeña ya que también había chances de morir, pero algo era algo y eso me llenó de esperanzas.
—Pero es imposible encontrarlo—dijo Ezra finalmente y todos guardaron silencio—es imposible entrar a una base militar y obligarlo a salir. Si está allí es por algo ¿No? Creo que estamos destinados a vivir en este Nuevo Mundo, sin posibilidades de cura—me echó una mirada rápida y entendí todo.
Ese día, Ezra había descubierto mi verdad. Ese día él descubrió que yo era la cura de todo y no dijo nada. No podía seguir condenando a la gente a guardar ese secreto, porque cada vez que lo hacían, traicionaban sus ideales.
La idea de no verlos correr nunca más por sus vidas, era tan tentadora como una Coca-Cola en medio del desierto, pero a ellos, a los míos, parecía no importarles demasiado si encontrábamos la cura o no, todo con tal de no verme morir.
Estaba cansada de eso.

Esa misma noche, el grupo de científicos de la CCPE nos invitaron un banquete que cocinaron con la comida enlatada que tenían guardada en un gran almacén, al parecer ese lugar si estaba preparado para una tragedia que llevase años.
Cuando les dijimos que necesitábamos algunos remedios, sin dudarlo nos dieron todo lo que precisábamos.
Nos ofrecieron una habitación, o mejor dicho una oficina que se convirtió en habitación, para Ezra y para mí, había un enorme colchón inflable en el suelo y la idea de compartirlo no era muy agradable, no por él, sino porque no quería confundirme aún más. Ni él ni yo merecíamos eso.
Cuando las luces se apagaron y el silencio reinó en el lugar, Ezra se recostó a mi lado y ambos miramos el techo en silencio.
—No tienes que hacerlo—dijo de repente—ya los oíste, la cura no va a llegarle a todo mundo. No lo hagas.
—¿Hacer qué?—pregunté fingiendo inocencia.
El giró hacia mí y yo lo imité, ambos dejamos nuestros cuerpos de lado, mirándonos con las manos debajo de las cabezas.
—¿Samuel? ¿Samantha? ¿Mendes? Eres tú—él metió un mechón de cabello detrás de mí oreja y acarició mi mejilla suavemente—hace un tiempo, crucé a Dimitri en el gimnasio. Vi esa enorme cicatriz que siempre lleva cubierta y le pregunté a qué se debía, se molestó tanto conmigo, que parecía que iba a golpearme. Era una clara mordida, que al verla de cerca podías saber qué no era una sino dos. Escuché historias en mi tiempo fuera de la comunidad, las historias de Samuel Mendes llegaron a todo aquel que estuviese vivo.
Guardé silencio un largo rato, él me miró con tanta dulzura que me partió el alma.
—No lo haga, Sam. Este mundo no vale la pena.
Note el dolor en su voz—Pero si tú tuvieses la cura al alcance de tus manos, y tus hijos estuviesen vivos ¿No harías lo posible para mantenerlos así?
Fui una estúpida al preguntarle algo así a un hombre que había visto morir a sus hijos, fui cruel con él, cuando él simplemente quería convencerme de no terminar con mi vida, pero era tarde y ya lo había dicho, no podía arrepentirme.
—Con sus muertes, mis hijos se libraron de todo lo malo del Nuevo Mundo. Claro que odié perderlos, pero sé que sí existe el más allá, ellos están a salvo.
Noté que su voz se apagaba poco a poco, y no sé porque sentí la necesidad de acariciarlo.
Mi mano recorrió su mejilla y acarició sus labios, él cerró los ojos. Nuestros cuerpos estaban más pegados de lo que deberían haber estado, y el aire se cargó de una tensión que extrañaba sentir.
Ezra me besó y yo le devolví el beso, fue pasión durante diez segundos, pero poco a poco me aparté y no pude volver a mirarlo a los ojos.
—Lo siento—dije casi en un susurro.
—Yo no—dijo él mientras volvía a besarme.
Y lo dejé.

El Nuevo Mundo (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora