34. Lo que oculta una madre

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Seis años antes...

Aún quedaban meses para terminar el curso y para que llegara la temida semana de selectividad, pero sus padres ya le habían asignado un profesor para que la ayudara a prepararse todos los fines de semana. No se sorprendió al saber que se trataba de Carlos, el mejor amigo de sus padres. Aunque estaba especializado en matemáticas, Marina pronto descubrió que no se le daban mal las demás asignaturas y eso la motivó a prestar atención. A pesar de que ya lo conocía porque iba a su casa de vez en cuando, no fue hasta semanas más tarde cuando entró en confianza con él. Los hombres mayores, sobre todo si eran guapos, provocaban en ella una timidez que nada tenía que ver con su forma de relacionarse con los chicos de su edad. En el sexto fin de semana recibiendo las lecciones de su profesor particular, algo en ella cambió. Lo atribuyó a sus revolucionadas hormonas y a que ninguno de sus compañeros de clase llamaba su atención porque, de otra forma, estaba segura de que no se habría fijado en el atractivo de Carlos. ¡Si de lo cercano que era hasta lo consideraba parte de la familia! Pero no era nada de ella ni aunque fuera realmente su tío, pues no compartía sangre con ninguno de sus familiares.

Mientras pensaba en lo anterior, no dejó de observar su boca, que se movía mientras explicaba cómo hacer integrales. «Está muy cerca...», pensó ella mientras desviaba su mirada hacia su musculoso brazo oculto bajo la camisa blanca. Sintió un impulso bastante fuerte que tuvo que controlar porque tenía la certeza de que si lo tocaba, él se lo tomaría mal. La vista de Carlos estaba fija en el papel sobre el que trazaba números y símbolos, sin prestar atención a lo que reflejaba el rostro de Marina en esos instantes. Un suspiro salido de lo más profundo de su garganta la delató y él volteó la cabeza para observarla.

—¿Te has perdido en alguna parte de la explicación?

Marina se sobresaltó al notar la atención del hombre sobre ella y bajó la cabeza. Negó con la cabeza y en silencio, pues se sentía incapaz de hablar a pesar de los avances de las últimas semanas en su relación con él.

—Está bien, entonces seguiré. Si te pierdes, avísame para volver a explicártelo, ¿de acuerdo?

—Sí —susurró.

La puerta de su habitación se abrió y la cabeza de Alejandra asomó por el hueco.

—¿Queréis tomar algo? —preguntó con una sonrisa.

Marina alzó la cabeza y sonrió a su madre.

—Sí, una infusión, por favor.

—¿Y tú, Carlos?

—Otra para mí, gracias —respondió él.

Quedaron solos de nuevo en la habitación en cuanto la puerta se cerró y el silencio entre ellos se prolongó solo unos instantes. Sus miradas conectaron durante un período muy breve de tiempo porque ella apartó la vista a los pocos segundos. Sus mejillas ardían, pero tuvo la suerte de que no se reflejara en su rostro.

—Hoy te noto más rara de lo normal... Pensé que habíamos hecho buenas migas —comentó Carlos al ver aquel gesto.

«Así que me considera rara...», pensó, olvidando por completo todo lo demás. Quizá por ese motivo se quedó callada con la mirada perdida en el papel garabateado.

—Hagamos un descanso.

Ella asintió y observó cómo se levantaba de la silla y caminaba por la habitación para estirar las piernas. Llevaba tanto tiempo sentado que lo necesitaba. Marina apoyó la cabeza sobre su puño derecho y se perdió en el cuerpo escultural del profesor aprovechando que estaba de espaldas a ella. Carlos colocó los brazos en jarras y alzó la mirada hacia el techo con un suspiro.

Fragancia de azaharDonde viven las historias. Descúbrelo ahora