40. Cuestión de piel

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Los días pasaron, el primer fin de semana de junio llegó y el mismo sábado por la mañana los dos quedaron cerca de la vivienda de Marina. La excusa que le dio a sus padres fue que viajaría con Jimena a Lanzarote porque era la única que podía y, de paso, la que había invitado pues tenía familiares allí. Era consciente de todo lo que se jugaba con aquella mentira, pero ¿qué pensarían si supieran la realidad? No podía arriesgarse.

Le indicó que Julián los llevaría, por lo que puso especial atención en todos los vehículos aparcados porque no conocía el coche del amigo de Carlos. Cuando lo encontró, se acercó con una sonrisa y una alegría difícil de ocultar.

—¡Hola! —los saludó nada más entrar, tras dejar su maleta en el maletero.

—Hola, preciosa —la saludó Carlos y le dio un beso en la mejilla—. ¿Qué has dicho a tus padres?

Marina se mordió el labio antes de responder.

—Que me voy con Jimena... —murmuró.

Él sonrió.

—Era de esperar.

Julián retomó la marcha para llevarlos al aeropuerto y durante el camino los tres intercambiaron palabras, pero sobre todo ellos dos, que hablaban de sus expectativas sobre el viaje. Y mientras esperaban para embarcar, Carlos y Marina permanecieron en silencio mientras se miraban con muchas ganas de todo y nada a la vez. Ella estaba nerviosa por diversas razones, entre ellas pasar unos días a solas con él. No era la primera vez, pero sí desde que tenían algo más íntimo. Ni siquiera podía ponerle nombre porque se limitaban a saciar sus ganas con el otro, a comerse a besos y a dejarse llevar, en definitiva. Eso no quería decir que ella no lo amara con locura, pero no estaba segura de que lo que sentía el profesor. Las dudas la asaltaban de vez en cuando y no la dejaban dormir o concentrarse en alguna tarea concreta, pues su mente le jugaba malas pasadas mostrándole lo tonta que estaba siendo al entregarse de esa manera. Sin embargo, prefería ese algo a la nada anterior, en la que solo podía aspirar a anhelar tener algo con él.

En cuanto el avión estuvo a punto de iniciar el despegue, Carlos la cogió de la mano y Marina se sorprendió ante el gesto, pero se limitó a darle un pequeño apretón. Ella no lo sabía, pero lo que más le atemorizaba era ese momento y necesitaba su apoyo moral para dejar la mente en blanco. Besó el dorso de la mano y la mantuvo muy cerca de sus labios, aunque cerrara los ojos para no ver el temblor del avión. Marina siseó, se soltó de su agarre y posó las manos sobre el rostro de Carlos. Él volteó la cabeza hacia ella.

—Mírame... —murmuró, intentando sonar tranquila para él.

No tenía miedo a volar ni a los despegues y no sabía cómo se sentiría, pero intentó sonar segura para él.

—Solo mírame —insistió al ver que Carlos desviaba la vista de manera momentánea.

Sus ojos verdes se concentraron en ella y al verlos tan de cerca pudo apreciar algunos matices que le parecieron hermosos.

—Dime qué tienes pensado para este fin de semana.

Carlos inspiró hondo y después expulsó todo el aire por la boca antes de comenzar a hablar. Sabía que Marina era consciente de gran parte de lo que tenía pensado —quería que algunas cosas fueran sorpresa para ella—, pero también que lo hacía para que esos instantes de agonía se transformaran en un bello recuerdo para él. Y lo logró, fue capaz de sacarlo de ese estado cercano a la ansiedad.

Cuando el despegue pasó y el avión volaba estable, las horas pasaron volando para ambos ya que si no hablaban, leían o admiraban las vistas, aunque ella tuviera una mejor visión de todo lo que sobrevolaban. Sin embargo, las risas y el buen humor se terminaron al llegar la hora del aterrizaje. Marina tuvo que relajarlo de nuevo hasta que estuvo segura de que el avión ya estaba en el suelo.

Fragancia de azaharDonde viven las historias. Descúbrelo ahora