XXIX - Los lobos poseen un gran olfato

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Choch. Chinchulines, no chuchulines. Tripa de leche. Tripitas.

El sonido de la madrugada y el de las entrañas desgarrándose porque en la noche solo tomamos un cereal. La cama se veía tan majestuosa, empolvada y vieja, pero majestuosa. No sabía que los gallos podían cantar tan fuerte a esas horas, así que tuve que contemplar el techo por varios minutos hasta que el sol se dignó a salir. Me encontré a dos moscas haciendo cosas raras.

Camino tullido por el frío. Todo por creerle al solecito que aparecía en la pantalla del celular. Debí traer algo más que playeras delgadas y shorts para playa. Lo raro es que desde que llegué siento que hay unos ojos que siguen, unos mensajes extraños y una calle que tiembla. No, creo que lo que tiembla sigue siendo mi panza con hambre.

Todavía no se decide el color del cielo. Está entre azules y grises. La probabilidad se inclina hacia un azul débil por la cantidad de nubes esfumadas que hay. Se detiene el monstruo de las entrañas porque se ha espantado, es que tampoco hay paraguas en la maleta.

Lo que se busca se encuentra. Siete llamadas de mamá y dos mensajes de papá acerca del partido de chessboxing de la noche pasada entre el maquinón y el patito fucsia; antes de que sonara la alarma del teléfono, me dediqué a buscar mi objetivo. Como siempre, las cosas tienen un costo y tuve que sacrificar la final de la liga. Perdón, 'apá, tengo hambre, pero ojalá haya ganado el patito. El celular indicaba que a no más de dos cuadras del hotel se encontraba un puesto que se ponía desde las seis de la mañana para la tragazón. Sí, me levanté a las cuatro y media y ya no pude volver a dormir pensando en el calor del comal, las patas de los pájaros y las moscas raras.

Lo veo ahora. Está aquí cerca y tengo ganas de llorar. Pero no tanto por la emoción, sino porque la fila ya se me adelantó. Y es que me perdí y giré en una esquina pasada a la izquierda en vez de a la derecha. Pero ya lo siento. Incluso acá, atrás del señor que viste como si después de aquí tuviera que irse a la jungla (con todo y cuchillos incluidos entre las botas), logra llegar la vida de las tripitas. Hablan. Hablan cosas muy bonitas para mí.

No los he visto, pero tal vez los demás sí.

—Oiga...

Mis ojos pasan de las tortillas engrasadas hacia la televisión miniatura que está en una de las esquinas empolvadas del puesto, luego van al señor bigotón y terminan viendo el taco adorable que está dibujado en el mandil del preparador del manjar de dioses. El cielo debe oler parecido, no tengo dudas.

—¿Es usted el famoso que habla de Cachalotes?

Se siente frío. Vacío.

No sé si es normal que se caiga uno al suelo después de comer un taco.

—¿Sabes andar en triciclo?

¿Qué?

—Parece que no, pero es más difícil que andar en bici.

¿Por qué Diosito me puso aquí?

No fui malo. Tal vez a veces fui muy sarcástico y no donaba mis centavos en las tiendas de conveniencia cuando me preguntaban, pero que yo sepa no es pecado eso. ¿Por qué no terminé en un lugar más tranquilo? ¿Por qué no en una isla? No tenía que ser específicamente Singapur... ¿Por qué no en la consciencia de un viejito que solo se preocupa por hacer mochi*? ¿Por qué no fui un árbol de esos del bosque que nunca nadie presenciará en sus vidas?

No entiendo cómo es que se te pegan los niños como chicles, Rob. Y jamás lo entenderé.

—Tienes dos agujeros en la panza.

No, niño, son seis.

¿Ya despertó la princesa? Hola de nuevo. 

El niño limpia tus lentes con su playera y te los tiende. Los tomas confundido. Claro, llevas más de media hora acostado en el suelo. No fue buena idea venir hasta acá, te dije que no lo hicieras, pero no. Yo aquí nada más sirvo para hacer soliloquios y a ver si me escucha el viento.

Ni tan vivo, ni tan muerto | #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora