I - Las monedas de Caronte

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Estás muerto.

Estás muerto y desnudo. Y no sabes si es peor estar muerto, o estar desnudo a plena entrada de calle un frío lunes a las siete de la mañana. Que bueno, todavía llevas unos lentes baratos de sol con un marco ni tan azul, ni tan verde; así que desnudo del todo no estás.

Las gafas lucen bien incluso sobre unos ojos tan tristes y pesados como los tuyos. Pero el estilo no es propio de ti, fueron un último obsequio amargo. No te hagas muchas ilusiones, si no te dejaron junto a los cartones de pizza en los botes de basura, no fue por bondad. Estaban burlándose de ti.

Ahora importa poco. Las gafas te quedan bien. Te apuesto a que ella también piensa en eso. Ah, claro... No lo puedes ver tú, pero no estamos solos. Una joven recién llegó. Ella te llevará a un lugar donde podrás esperar a lo que sea que siga después de que uno muere.

Ella, el pato, debe tener tu edad. Quizás un poco menos. Lleva el cabello atorado en un grueso chongo desviado ligeramente a la izquierda. Las botas de plástico amarillas hacen un poco de ruido con la blusa roja que lleva, pero el plumón grueso atorado entre el cabello le da un toque natural y coqueto. Qué va, solo me estoy divirtiendo, parece un pato desastroso.

También trae un par de guantes de plástico. Uno está mal puesto y parece estar sacando líquido, yo no sé, pero creo que se está desangrando por ahí. Dejando de lado la sangre, también tiene algo de merengue en las comisuras de sus labios. ¿Qué? Yo no quiero indagar en eso de la mano.

Se acuclilla despacio para ver tus tatuajes. Seguro se pregunta por qué te has tatuado completamente el brazo izquierdo de azul, pero lo bueno es que no puedes hablar para decirle que solo perdiste una apuesta.

—Es triste que no vuelvas a comer pastel de tres leches de durazno —exclama ella—. ¡Pero ya no tendrás que usar uno de estos nunca más!

Está señalando el plumón sobre su cabeza. Y tiene razón, de entre tú, ella y yo, la señorita carga con las manos más desgraciadas. Seguirá palpando muertos hasta que escape de estas fosas. Y para escapar de una ciudad como esta, hay que vender tres riñones.

Sí, es bueno que no escuches ya, sinceramente no creo que lo más triste de morir sea la imposibilidad comer postres. También deberías estar agradecido a que no puedes ver la mirada triste que te dirigió cuando mencionó los duraznos, sobre todo, porque jamás probaste un pastel de duraznos. Pobre vida la tuya, de seguro el único durazno que conociste fue el de los jugos de cartón, (y ese ni siquiera es durazno de verdad).

Las moscas están buscando tus labios, pero ella sigue interesada en el intento de obra artística que recubre el otro brazo, el derecho. Ese del tatuaje con la mesa alargada y poco estética, donde los rostros de las personas sentadas están aterrados porque alguien de rodillas le está ofreciendo una cabeza decapitada en un plato al que parece ser un rey.

—Bonitos lentes.

Te lo dije. Este es el momento donde le das las gracias.

Se encarga de subirte a la carretilla oxidada, lo hace con gracia, incluso parece que puede hacerlo con los ojos cerrados. Primero coloca tus piernas en el metal, te contorsiona en un par de segundos hasta que hace palanca con tu tronco y te vuelve una bola de carne perfectamente acomodada sobre la canastilla. Es muy amable, guarda tus brazos y los cruza sobre tu pecho, además te cobija entero con un par de bolsas grises para basura.

—Es lunes —se excusa—. No me toca recogerte. Los míos son los martes, pero Rafael es el nuevo vecino al que todos temen hablarle y desafortunadamente en una junta, donde por supuesto él no estaba, se decidió que los lunes le tocaban. Y cuando pregunté que quién le avisaría al vampiro, nadie respondió.

Ni tan vivo, ni tan muerto | #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora