XVIII - El sabor de las fresas, ¿lo recuerda?

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Quizás te preguntes cómo has llegado hasta acá.

Y, con completa sinceridad, no tengo ni la menor idea.

Es decir, eres medio torpe, sin ganas de ofender. Cuando te terminas de bañar te dejas la mitad del champú en el cabello, si ves una flor vas de inmediato a arrancarla para comértela (las espinas no te detienen); y no sé por qué, pero no dejas de ponerte comida en los bolsillos. 

Es como si hubieras olvidado cómo vivir. Pero mi peor temor es que no lo hayas olvidado, porque siempre has sido así.

Así de extraño.

—¿De dónde eres?

Espera, no le contestes aún a Sol.

Debes saber que la cuestión primordial, Rob, no es cómo llegaste hasta acá. No. Al menos ahora no. Lo importante es, que incluso después de haber pasado dos horas y media encerrado en la oscuridad de la alacena, debajo de las latas abandonadas y las pastas huérfanas, puedes escapar de este delirio que ha creado Sol.

Sé que la aprecias mucho a ella, solo... Solo tenemos que analizar la situación. ¿Bien? Bien. Tiene que haber alguna serie de palabras que cuando las digas, la hagas sentir remordimiento. Porque ya intentaste cara de hipopótamo medio muerto, y no se le tentó el corazón.

—De Sol.

Maldita sea. 

Sol abre la alacena, rodeada por las cazuelas que ahora ocupan gran parte del suelo de la cocina, te mira molesta y fatigada. 

Oye, ¿y la liga del chongo? Espero que no te la hayas comido. Era de las pocas que había en la casa. Por cierto, yo no recordaba que tuvieras el cabello tan largo. El tiempo pasa demasiado rápido. Bueno, justo ahora no es como si pasara tan rápido para ti. Estás aquí. Torcido y apretado en el gabinete más bajo y polvoriento de la alacena, abrazado a las latas de lentejas que probablemente están caducadas desde hace un par de años. 

Sol vuelve a abrir la boca para hablar, pero alguien toca el timbre con desesperación. No creo que sea Jean Leup, él ya vino por la mañana para reclamarle a Sol que se bañara.

—Espera. —Sal, Rob. Sal, es ahora o nunca—. No te muevas.

Escúchame bien. El plan es el siguiente, ya lo pensé dos veces. No puedes salir de la casa, así que eso queda fuera de la lista. Agarras, y te llevas lo que puedas para comer de la alacena. Luego subes corriendo las escaleras sin mirar atrás, vas al pasillito que conectan a las casas y le tiras una lata a la ventana del francés. Le muestras la mejor cara de sufrimiento que tienes y te lanzas hacia su ventana. Son como dos o tres metros entre las casas. Tal vez cuatro. Pero yo creo que si te impulsas bien, y no miras hacia el suelo, alcanzas el otro lado.

¡¿Cómo que la deje libre?! ¡Si ya se fue a meter la vaca a la casa de Rarito! —Creo que es el vecino asesino quien grita—. ¡Si de repente empiezas a oler a carne asada, yo no sé!

¡No te vuelvas a encerrar abajo de la alacena! Todavía hay tiempo para el plan. Tienes que escapar. La esperanza muere al último, Rob. 

—¿Dónde está Rob?

La puerta se azota.

No, corrijo, Sol ha azotado la puerta.

Bueno, que te salven, Rob. Ahora solo te queda rogar por misericordia. Y llorar. 

Tal vez si guardas silencio, ella olvidara que estás aquí.

—¿Ya recordaste algo más? —Pues no, no se olvidó Sol—. ¿Tu comida favorita? ¿Un lugar? ¿Un sabor? ¿Una mascota, canción, libro, color, hora, escuela, código postal, fotografía, materia, pokemón, serie, instrumento, platillo, juego? ¡Cualquier cosa! ¡¿Un nombre?!

Ni tan vivo, ni tan muerto | #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora