Capitulo 3

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Gustabo era hijo de una familia humilde que residía a pocos minutos fuera del pueblo. La gente rumoreaba que su madre fue descrita como una mujer núbil a sus dieciocho años cuando quedó embarazada de su padre, un hombre que le rebasaba por nueve años a su futura esposa. Era bien dicho que las lenguas ajenas contaban historias inéditas sobre la union de esas dos personas, pero Gustabo se mantenía creyendo que fue él quien ayudó a esa unión tan dispareja.

Toda su vida fue partícipe de situaciones que un niño común y corriente jamás entendería. Las continuas discrepancias de sus progenitores lo obligaban a salir de casa y encontrar un refugio en aquella iglesia donde actualmente residía. Sus pláticas con el sacerdote de ese entonces variaban en demasía, desde el porqué sus padres pelean hasta el porqué la gente tenía que morir.

Aquella palabra fue muy crucial en su crecimiento, las repetidas veces que su padre amenazaba a su madre con aquellas sílabas eran incontables. Él sólo recuerda estar en su habitación, ahí donde la madera estaba pudriéndose lentamente bajo su colchón, con las rodillas dobladas y la cabeza escondida entre ellas; no sentía miedo, quería llorar para que esos gritos acaben.

Su rutina religiosa acabó cuando el sacerdote al que visitaba murió. Desde ese entonces, jamás regresó.

A la edad de quince años, su forma de vivir cambió bruscamente. Su padre se había mudado y su mamá quedó a su cuidado, la escuela no fue un fuerte para Gustabo desde pequeño, pues no tenía la facilidad que muchos niños tenían de comprender, pero siempre se las arreglaba para poder estar al día.

Sus libretas llenas de apuntes cayeron, y sus rodillas rojas por golpes se tiraron al piso para recoger sus pertenencias que fueron arrojadas por alguien más.

Sus ojos llorosos intentaron reprimir lágrimas de vergüenza, era tan típico en él que la gente lo trate de esa manera que ya había encontrado una manera para no llorar ante las burlas y risas de los demás niños. Todo fue hasta que encontró a alguien que le dio la mano y lo ayudó a guardar sus libros y lápices en su mochila, ese niño de ojos castaños y cabello lacio lo miró con dulzura mientras tomaba lo ajeno y lo metía en aquella maleta de colores vivos.

—No llores, no vale la pena hacerlo —le dijo con una sonrisa. Sonrisa que Gustabo juró jamás olvidar. —Me llamo Segismundo.

Aquel niño fue su primer amigo, ya no se sentía solo cuando iba a clase o cuando comía en la hora del descanso. Nunca supo de dónde apareció o por qué se acercó a él, pero aquel suéter a cuadros se volvió constante en su vida, juntos descubrieron muchísimas cosas y prometieron el conocer mucho más del mundo. Aquellos recuerdos de ambos por el bosque cazando mariposas venían a la mente de Gustabo cada que sentía la necesidad de un ratito de paz.

Pasaron los años y ambos se convirtieron en mayores, su cuerpo cambió con el tiempo, las bromas y paseos aún seguían con ellos. Gustabo miró a su mejor amigo y lo tomó de los hombros para después reír cuando se dio cuenta de que ambos eran imberbes a comparación de los demás jóvenes que conocían, pero el rubio mantenía esa redondez que la adolescencia le dejó.

Mientras más estaban juntos, más sentían la necesidad de saber del otro. Fueron cinco años que estuvieron conociendo la vida y jamás se dieron cuenta de lo que esa amistad significaba. Hasta que un día, entre forcejeos y carcajadas, sus labios se juntaron en el primer beso para ambos. El pasto del bosque alejado del pueblo y el sol intentando pasar entre las hojas de los árboles, fueron testigos de aquel acto que más que inocente, era por curiosidad.

A sus veinte años, comenzaron a experimentar muchísimas cosas que en la escuela no les enseñaban, el cariño aumentó y por primera vez, Gustabo se sintió querido por alguien más. La manera en la que Segismundo lo miraba y tocaba nunca lo había sentido en alguien más; era su único amigo y entre ambos se protegían para que nadie pueda lastimarlos.

Su relación cambió lentamente, descubrieron que más que amigos, eran una pareja, y entre bromas, Gustabo lo llamó el amor de su vida, siempre hubo los paseos y los momentos donde hablaban de sus gustos y problemas.

Pero Gustabo sabía que no todo era bueno y que la felicidad no era duradera para él. Pues todo lo que él tenía, siempre era arrebatado. Lo supo cuando su propio almuerzo era robado, cuando sus libretas eran pisadas y cuando sus compañeros de colegio magullaban su piel con puños. Tal vez, su madre tenía razón cuando decía que él jamás debió existir.

Nunca vio mal besarse con Segismundo y mucho menos decir que era el amor de su vida, ¿por qué la gente sí?

Los habían descubierto juntos un jueves por la tarde en el parque del pueblo, sus manos estaban entrelazadas y la cabeza de Gustabo descansaba en el hombro del contrario. Ambos compartían un momento a solas mientras platicaban sobre los planes para el día siguiente, los cuales eran ir de nuevo al bosque a recolectar hongos y corretear mariposas.

Pero ese día jamás llegó.

Gustabo se enteró que su mejor amigo había muerto, su padre lo culpó a él por aquel hecho. Encontrar a su hijo entre sangre, piel rota y nariz desfigurada no fue obra de su simple existencia, los rumores en aquel pueblo florecían cual margarita y los perjuicios se mantenían al toque para condenarlo de algo que jamás hizo.

Recuerda a su madre llorar desconsoladamente cuando se enteró de que su hijo era homosexual, Gustabo la miraba extrañado por verla en ese estado. Lo había abofeteado más de una vez y dicho que por culpa suya, su vida estaba arruinada, aquel toque lo hizo sentir con vida y agradecido porque por primera vez, su madre había reconocido su existencia.

La gente hablaba, aquella inocencia que le quedaba fue desvaneciéndose cuando supo la verdad de la vida; la gente vía mal a dos hombres juntos, y por eso, Segismundo había muerto. Se replanteó muchas veces ese hecho y por un tiempo, aceptó la culpa.

Su capacidad de llorar aún seguía bloqueada, pero el odio a sí mismo crecía cada vez más. No sabía cómo controlar aquel impuso de desaparecer, cada que llegaba a casa, su madre lo miraba con asco y diario le recordaba que estaba enfermo. La ayuda del pueblo no tardó en llegarles, todos le recomendaban a su madre que era mejor que Dios lo cure, que un hombre así no podía estar en el pueblo, pues podía contagiar a los demás jóvenes y niños que vivían ahí.

Gustabo todas las noches intentaba comprender qué era lo que había hecho mal, si estaba enfermo, lo mejor que podía hacer era curarse, y aquella noche por primera vez en años, lloró. Lloró porque Segismundo ya no estaba con él para decirle que no vale la pena hacerlo; porque era alguien enfermo que las personas odiaban y porque su madre tenía razón, él jamás debió de nacer.

Una semana después, su progenitora lo obligó a internarse en la parroquia del pueblo, aquella iglesia tenía también los inmuebles para mantener gente. Tanto acólitos sin hogar, como gente enferma, así como él.

Ni siquiera le suplicó para no dejarlo en ese lugar. Aquel cuerpo que tenía había cambiado a uno huesudo donde sus ojeras se marcaban más que sus ojos, su fuerza se había desvanecido y estaba seguro de que jamás la recuperaría.

Los golpes jamás se fueron, algunos sacerdotes también recurrían a esa forma para hacerlo sanar, su piel se cortaba gracias al estruendo contra ella. Ningún diácono del lugar lo defendió cuando era lastimado por los demás, ni siquiera Dios los detuvo cuando la sangre también comenzaba a salir de sus labios.

Y por eso, estaba seguro de que ni Conway era capaz de ayudarlo; si Dios no lo amaba de la misma manera que a los demás feligreses, ¿quién iba a decir que un servidor de él lo iba a hacer?

Su vida era el mismísimo infierno, las veces que recitó oraciones fue tan numerosa que hasta en sus sueños aparecían.

Si no fuera por Yun, su final sería igual al de Segismundo. Su carácter se volvió arisco con personas nuevas, unas se iban y él recibía a otras con esa amargura intentando generar miedo de la misma manera que lo hacían con él.

Pero no tomó en cuenta que Conway era igual a él, que por más que intentaba echarlo, era capaz de soportar mucho más de lo que imaginaba.

Y aquella noche, Conway había orado por él una y otra vez. Gustabo no sabía que alguien se había preocupado por su existencia a pesar de todo lo que había hecho, que por única ocasión, tenía la posibilidad de salir de ese infierno que no lo dejaba vivir en paz.

Pues Conway era mucho más empático de lo que él mismo podía imaginar; tanto que era capaz de arruinarse por los demás.

SAINTS | Intenabo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora