Capítulo 7

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Dormir era una opción difícil. Más cuando su subconsciente le hizo pensar en Horacio. Aquel joven de veintidós años que parecía tener tantos problemas como ganas de sacar su furia estaba en un dilema de vida o muerte. No recuerda bien el primer día que lo conoció, solamente tiene claras las veces en las cuales le hizo daño.

Su vida era insignificante para él, el miedo de sólo pensar en su existencia le detenía de conocer a su agresor a fondo. Se conformaba con atascarse de dudas.

Era como un ser quebrantado, jamás le devolvió un golpe, un escupitajo o una burla. No lo hizo porque creía que era innecesario hacerlo, no sabía su naturaleza ni el por qué de ser un matón inservible. El sacerdote Armando parecía disfrutar de ese chico extravagante, pues jamás le alzaba la voz y a presencia de todos lo felicitaba y alababa por su magnífica voz en el coro.

Gustabo chasqueó la lengua y miró sus nudillos hinchados. No sentía remordimiento alguno, tampoco tristeza o la ansiedad que tenía al salir del cuarto de Conway. Cerró los ojos y no le importó nada más, durmió plácidamente con las manos sobre su pecho sin saber que en la mañana lo estaría esperando el sacerdote Grúas con una mirada tan fría que podía compararse con los cubos de hielo que enfriaban su bebida de las tardes.

Vestía su casulla azul, no era día de misa y se preguntó por qué tenía aquella vestimenta. Se restregó los ojos y divisó la figura delgada del asiático que si no fuese por la distancia que tenía del sacerdote, Gustabo juraría que se estaba escondiendo de él buscando protección en un viejo que jamás se la daría.

—Lárgate a la sacristía —Armando habló. Su voz era ronca y temblorosa. El asiático siguió eclipsado con la imagen de su compañero asustado.

Gustabo lo encaró y se levantó. No tenía las fuerzas para repetir lo de la noche anterior, simplemente caminó fuera del dormitorio como cualquier otro día. Bostezó y volvió la mirada cuando una sotana negra apareció al ras del piso. Alzó los ojos y divisó a Conway que lo miraba atónito con una biblia y rosario en mano, parecía asustado de él con una respiración irregular. El sol de la mañanas lo hacía brillar y su sudor reflejaba un destello que a ojos de Gustabo pareció como una luz divina. Recordó el beso de anoche y bajó la mirada justo cuando Armando lo empujó con brusquedad.

Conway lo siguió con la mirada, su cuerpo se tensó al ver los nudillos lastimados y el semblante cansado de un pobre joven que sufría la malicia dentro de su ser. Yun cerró la puerta y se tiró a la cama mientras sollozaba e intentaba rezar por su amigo.

El sacerdote Armando siguió a Gustabo por detrás y esperó que entre a la habitación para empujarlo dentro cerrando la puerta justo antes de que Conway entre con ellos.

El padre más joven abrió los ojos sorprendido, la puerta estaba con seguro y retrocedió nervioso por lo que Gustabo pudiese recibir.

Armando lo desafío con la mirada hasta acercarse a él. Era viejo y alto, sus ojos cansados aún mantenían ese toque oscuro y temible. Su fuerza era notoria cuando tomó a Gustabo del cuello de su camisa blanca para acercarlo a él bruscamente.

—Das asco, deseo que te largues de una vez.

Lo soltó y caminó rumbo al altar que estaba detrás de Gustabo. Tomó un vaso de vidrio que contenía una veladora encendida y volvió a coger a Gustabo del cuello para obligarlo a arrodillarse en el estrado frente a la perturbadora imagen de Jesucristo crucificado que lo veía suplicante.

Gustabo llevó sus ojos al sacerdote y gimió de dolor cuando sus manos se estrellaron contra la base frente a él. El viejo lo retuvo a ahí posicionado la veladora tan cerca de él que el calor lo envolvió al instante.

—Deseo lo mis...

Sus labios se cerraron de golpe cuando la cera hirviendo mojó la piel de sus manos. Sentía el ardor más fuerte cuando esta se secaba y marcaba su piel, sus manos se movieron con intención de librarse, pero el sacerdote ejercía tanta fuerza que fue incapaz de siquiera levantarse, pues si lo hacía, Armando era capaz de vaciar la cera caliente sobre su cara.

—No mereces ni ser bañado con cera bendita, ¿estar a punto de asesinar a alguien en mi iglesia? —Soltó sus manos y tomó sus cabellos con fuerza para hacer que sus ojos lo miren. —Dale gracias al Señor que sigues aquí y no en la cárcel, enfermo.

Roció el final de la cera sobre el brazo de Gustabo para después dejarla en su lugar junto a las demás veladoras que le daban un reflejo tétrico a la imagen de un cadáver santo. El rubio gritó cuando lo caliente hizo contacto con sus nudillos lastimados, quiso moverlos, pero el líquido se había secado y le incapacitada de hacerlo sin sentir un fuerte dolor agudo sobre su piel. Armando lo miró por última vez y caminó fuera del lugar encontrándose al joven Conway sudando y ansioso por saber qué pasaba frente a él.

—Hazle rezar hasta que se quede sin saliva, no lo dejes salir, tampoco le permitas comer. Su castigo debe ser mayor a esto y te encargarás tú —Habló el mayor saliendo del lugar sin siquiera cerrar la puerta. Conway asintió y miró que desaparezca en la lejanía, apretó la biblia entre sus dedos y caminó dentro de la sacristía deteniéndose al instante de ver a Gustabo maldiciendo en el nombre de Dios intentando quitarse la cera blanca que cubría su quemada piel.

Se quedó estático en la puerta. Cambió su rostro a uno serio y la cerró no sin antes tomar una enorme bocada de aire. Caminó hasta un banco cercano que quedaba frente a la puerta y al lado derecho de Gustabo. No dijo nada, aquellos castigos eran normales en aquella época y poco podía quejarse, le dio gracias a Jesús por ver que simplemente era cera y no un látigo capaz de abrir su piel.

—Arrodíllate y no pares de rezar el padre nuestro —Sentenció sin mirarlo. Se sentía podrido, jamás aceptó esa clase de castigos en presencia de su Señor. Para él, tratar a los pecadores de la misma manera que trataron a Jesús no era algo honrado, era inescrutable y humillante. —No hables, no digas nada, solo hazlo en silencio.

Gustabo sintió lágrimas de dolor bajar por sus mejillas. Esto era Armando, por esa razón lo respetaban tanto. Aquella iglesia no era un lugar seguro, tampoco uno donde puedan perdonarte, era un espacio de sufrimiento y dolor. Le molestó ver a Conway sentado lejos de él sin intención de ayudarlo como aquella vez que sanó sus heridas.

—¿Y si no lo hago? —Conway lo miró cuando escuchó esa misma voz de cuando le dio la bienvenida. Era sarcástica y tétrica. Sus ojos azules se oscurecisn cada vez más, sus mejillas rojas brillaron y la forma en la que se arrancaba la cera de la piel lo dejó estupefacto. Tenía miedo. —¿Qué me harás tú?

Jack frunció el ceño, odiaba tener que soportar las mil facetas de ese chico extraño. Temía estar solo con él, no sabía cuál era el Gustabo verdadero, si aquel avergonzado chico que le pedía compañía o ese que estaba frente a él causándose dolor sin hacer alguna expresión.

No le contestó porque no sabía la respuesta. Simplemente tomó su rosario y rezó una y otra vez por él mismo y por Gustabo.

Pero Armando quería castigar a ese joven mucho más, quería hacerlo sufrir y arrepentirse, pero él no se mancharía las manos curando a un homosexual. Conway era joven, fuerte y con una mente menos cansada que la suya y cumpliría la promesa de aquella mujer que le suplicó ayuda y haría que Gustabo grite a la par que Dios le abría la piel.



Sacristía: espacio/habitación dentro de la iglesia que cumple funciones como almacenamiento de material utilizado en misa o como centro de oración privada. En ocasiones cuenta con su altar propio o solo se limita como almacén.

Olvidé darles esta definición antes. Me disculpo c:

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