Capítulo 8

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La reacción de Conway al ver a Gustabo en aquel estado reflejaba su alto sentido de empatía que muchas veces le jugaba en contra. Jamás se había sentido tan vulnerable por culpa de un hombre y trataría de no hacerlo más frente al rubio que ahora sonreía mientras terminaba de quitarse los restos de parafina de su piel.

Aquel día, Jack se encaminó rumbo a los aposentos del sacerdote Armando después de recibir un recado que solicitaba su presencia ante él. La conversación fue sobre Gustabo, Conway aceptó el vigilar y mantener controlado al joven sin saber que más adelante Armando le explicaría la forma en la que lo haría.

Gustabo fue transferido a una nueva habitación, y cuando se adentró, el olor a humedad fue tan grande como la falta de luz solar, ya que las ventanas estaban cubiertas por ramos de un roble que adornaba la parte trasera de la iglesia. Si acechaba por una de ellas, podría ver el lugar donde Horacio fue desfigurado, juró ver rastros de sangre y sonrió mordiendo sus labios al saber que por fin se había vengado de todo lo que sufrió.

Armando llevó un quinqué para colocarlo sobre una vieja mesa de madera, el cuarto contaba con una cama y su lejanía del pasillo de dormitorios era grande y como aquella noche, nadie podría escuchar sus gritos de dolor cuando su piel sea lastimada.

Fue empujado con brusquedad hacia la cama, Armando se acomodó la sotana y lo miró fulminante.

—Estarás todo el día aquí, solo saldrás para escuchar misa. El sacerdote Conway se encargará de ti. Me das asco y ya estoy viejo como para soportarte —su voz parecía salir de entre sus dientes en un tono tan molesto que Gustabo aguantó las ganas de romperle la cara.

Todo apestaba y el polvo entraba a su nariz fácilmente. Ni siquiera se dio cuenta cuando Conway sustituyó a Armando. Estaba ahí parado frente a él con una camisa blanca, pantalones de vestir negros y con su cabello bien peinado hacia atrás. Gustabo podía sentir el gran aroma de su jabón que le indicaba que se bañó antes de ir a verlo.

Le sorprendió ver en sus manos veladoras, las contó y eran cuatro que rápidamente las posicionó junto al quinqué para poder encenderlas. Tampoco se fijó que a su lado había una pequeña maleta negra.

Siguió a Conway mirándolo fijamente y tragando saliva, se preguntó si con él no tenía que sufrir los azotes que Armando daba según sus compañeros. Aquellas historias parecían leyendas, ya que nadie mostraba indicios de haberlos sufrido.

Recordó que Yun era alguien que siempre evitaba esos temas tratando al sacerdote Armando como alguien bueno, la sonrisa en su rostro era tan falsa que Gustabo se resistía de borrarla con un puñetazo. Tal vez aquellos castigos solo eran cuentos que se contaban por ahí.

Por eso se sorprendió tanto cuando Conway llegó hasta él con un semblante serio que parecía tener la cara cubierta por un velo gris. Lo tomó de un brazo y reaccionó demasiado lento por culpa de su subconsciente que lo hizo pensar y olvidar que Conway había sacado de la maleta una desgastada soga de yute que comenzaba a enrrollar sus manos como si fuese un prisionero.

La fuerza de aquel sacerdote era muy grande, intentó liberarse pero sólo recibió un fuerte empujón y una mirada molesta junto a una quijada tiesa. Miró asustado a Jack y negó rápidamente la cabeza con miedo a lo que pasaría más adelante, pues bien sabía que los castigos de la iglesia eran lo suficientemente fuertes como para matarlo de dolor.

Comenzó a llorar cuando Conway se separó de él sin ninguna expresión, sus manos estaban sujetas por delante y sus dientes no lo ayudarían a romper el material que le cortaba la circulación. Conway volvió la mirada a la maleta y sacó un rosario junto a un delgado látigo hecho de ramos secos bien acomodados simulando una trenza.

El cuerpo del menor de encogió y aún negando con la cabeza se levantó de la cama para retroceder hasta chocar contra la pared. Su corazón latía fuertemente y el sudor comenzaba a ser helado. Conway lo miró y se acercó a él, estaba decidido y cumpliría lo que Dios le mandó a hacer, pero ver a Gustabo temiéndole le hizo sentir mucha angustia.

No veía su propio reflejo, su rostro era tétrico, era como un cadáver que miraba fijamente a Gustabo apretando el látigo hasta que sus nudillos se tornaran blancos. Antes de llegar hasta él, el rubio dio unas zancadas hasta llegar a su cuerpo para refugiarse pegándose a él en una muestra de súplica con los ojos llorosos y los cachetes ardiendo por la fuerza que intentaba hacer para deshacerse del amarre.

Conway retrocedió sorprendido cambiando completamente su expresión, escuchó los sollozos y miró al frente frunciendo los labios, no podía hacerle daño a Gustabo. Simplemente no podía.

Dejó que el cuerpo se restriegue en él, no lo tocó. Después de unos segundos, se separó, y sin mirarlo, dio media vuelta para salir corriendo del cuarto tirando su propio rosario y el látigo al piso.

Movió sus piernas rápidamente hasta llegar a la fuente donde se recargó en ella exhalando irregularmente para recuperar el aire. Sus pensamientos volvían, su sentido común también junto con culpa y la mirada miedosa de Gustabo que atravesaba su pecho en una punzada de dolor. Apretó los dientes e intentó no llorar por el desespero que tenía.

Pero recordó las palabras de Armando y por primera vez, odió la promesa que le hizo a Dios.

—Perdóname, Gustabo.

Susurró mirando hacia el lugar de donde vino corriendo. Se incorporó y apretó los puños dispuesto a cumplir lo que una vez fue su palabra de honor.

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