Capítulo 22

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Después de una semana fuera del pueblo, Armando regresó a la iglesia que desde hace más de cuarenta años, consideraba su hogar. Él, un hombre de apariencia gastada y de ojos capaces de mirar más allá del semblante humano, mantenía una postura recta cuando al entrar por la puerta principal, miró al fondo a Gustabo que cortaba flores y las guardaba en un pequeño canasto de paja. Era fácil ver cómo de su boca dejaba salir una gloriosa melodía, pues sus pies se movían con gracia y sus manos tomaban cada flor que pronto adornarían el gran altar de la iglesia.

El anciano no supo cuánto tiempo estuvo mirándolo, la cólera que le generaba ese muchacho era enorme, y poco podía esperar del otro joven que jugaba a ser sacerdote mirando con pulcra emoción al rubio. No se quería imaginar qué fue de la casa de Dios en su ausencia, y tampoco quería indagar más en por qué el chico de ojos color zafiro llegó hasta a él regalándole un "buenos días" y regresando a su posición anterior con los capullos de narcisos a punto de brotar.

Tomó sus maletas y caminó rumbo a su habitación para colocarse su sotana y salir a dar un paseo y verificar el orden. Y así fue, al caminar por los alrededores de la iglesia, le sorprendió que todo esté en total calma. Lo único que le molestaba era Gustabo que merecía estar encerrado en su habitación en lugar de pasear por la redonda del lugar. Recordó un viejo recado y tomó eso como excusa para acercarse a él demostrando su repele y molestia.

—Gustabo —le habló. El joven se giró hacia él y retrocedió cuando lo vio muy cerca. Era demasiado intimidante. —Tu madre preguntó por ti.

—¿Perdón?

—Vendrá después del almuerzo —se giró mientras acomodaba la falda de su sotana. —Arréglate, no quiero que crea que reside gente mugrienta en mi iglesia. Aunque no se alejaría de la realidad.

El rubio bajó la mirada y tomó la canasta para llegar a zancadas a la iglesia, dejarlas en el presbiterio y correr a su habitación lejos de la idea de ver a su madre y al sacerdote Armando en el mismo día y en el mismo lugar. Era aterrador simplemente imaginar ese plano.

Se acostó en su cama y llevó las manos a su rostro para restregarlas en un acto de frustración y estrés.

Conway lo miró desde la puerta cargando su Biblia entre brazos y por atrás de él aquel joven pelirrojo que esperaba ansioso poder platicar con su amigo a pesar de la condición de que esté el sacerdote Jack con ellos. Era orden de Armando y Conway poco podía hacer cuando sabía que ya no estaba en el total mando de las órdenes.

—¿Gustabo? —Yun se acercó empujando al sacerdote sin querer. Se volvió y dio numerosas reverencias en forma de disculpas; era algo típico y particular del chico asiático esa enorme necesidad de demostrar respeto. —Tu madre...

—¡Cállate! —Conway sonrió por la forma en la que Gustabo se quejaba. Le resultó tierna la manera en la que se removía molesto y le llenó de curiosidad el por qué Gustabo se negaba a ver a su madre. —No saldré.

—No llega aún, pero debes esperarla.

—¿A eso viniste? —Quitó sus manos de su rostro para poder mirarlo. Yun ladeó la cabeza y aquellos ojos rasgados parecieron cerrarse por completo en un acto tan lindo que Gustabo fue incapaz de sonreír. Su amigo podría ser alguien fuerte, pero en realidad era demasiado joven e inocente para un mundo como en el que vivían. —Gracias por preocuparte.

Conway no dejó de mirarlo. Aquella forma en la que Gustabo le había agradecido a su amigo le gustó, tal vez porque parecía ser lo suficientemente sincero, tan sincero que parecía otra persona. Abrió su Biblia y simuló leer, Yun se acercó a Gustabo y comenzó a susurrar. Conway alzó la vista y su falta de educación por culpa de su necesidad de escuchar se agudizó.

—Pero Volkov... —Musitó el más pequeño. —No sabía que ustedes dos... ¿Te gusta alguien más?

Jack los miró atento, el tiempo se había detenido, pero la forma en la que Yun lo miró con asombro lo sacó de su ensoñación y más cuando el asiático se levantó con la mirada estupefacta. Gustabo lo jaló del brazo e hizo un gesto que sólo ellos dos entendieron.

Más tarde, Gustabo estaba a punto de ver a su madre por primera vez en tres años, era como una burla que sólo él entendía. No sabía por qué venía a verlo, tampoco se le cruzó la idea del por qué Armando tenía que estar sentado frente a él en el escritorio de la sacristía mientras lo miraba amenazante. Chasqueó la lengua cuando la puerta se abrió y apareció una mujer alta, delgada y con cabellos igual de rubios como los de él.

Aquella mujer era lo suficientemente hermosa para que Conway al otro lado de la puerta se sienta intimidado al saber que aquella era la progenitora del chico al que había profanado en esa misma iglesia.

La mujer se sentó no sin antes besar la mano del eclesiástico. Gustabo ni siquiera la miró ni ella a él, parecían dos personas desconocidas. Todo era tan estúpido que Gustabo se sintió cómo un niño al que su madre iba a buscar después de ser retado, pero aquella persona no parecía su madre y él ya no era un niño. Era un adulto que bajo ese techo era incapaz de tomar sus propias decisiones.

Era triste.

—Me alegra verla aquí, señora García —Armado abrió una carpeta de cartón con papeles que la mujer quiso ver más de cerca. Inclinó su cuerpo y Gustabo la vio de reojo, aún mantenía esa figura filosa de una mujer fuerte. Pero era todo menos una mujer fuerte. —Por favor, léalo muy bien. Las mudanzas de este tipo son demasiado difíciles de llevar a cabo, mucho más cuando se trata de alguien como su hijo.

¿Mudanza? Gustabo miró al hombre frente a él.

—Ya veo, haré todo lo que usted me dicte. —Habló la mujer. —Todo por el bien de... —Tragó saliva y miró al chico al lado de ella que seguía con los ojos bien abiertos mirando a la nada e incapaz de hablar frente a su madre. —De mi hijo.






Presbiterio: espacio que, en un templo o catedral católico, precede al altar mayor; parte inferior separada por los escalones que dan paso al altar.



















Diría que cada vez falta menos...

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