Capítulo 6

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Gustabo corrió con el frío secando el sudor de su cara. Sus ojos lloros le dificultaban la visión y su piel parecía erizarse cada que pensaba en lo que había hecho. Recuerdos en su mente inundaron sus sentidos hasta el punto de nublarle el juicio.

Era demasiado tarde, los dormitorios estaban cerrados y el suyo parecía haberse olvidado de su existencia, pues la puerta mantenía un seguro incapaz de abrir desde afuera. Si golpeaba, despertaría a más personas que lo verían en aquel estado.

Sentía la sangre en su boca por hacer una presión tan fuerte con sus dientes sobre sus labios. Su piel se había abierto y el bombear de su corazón ayudaba a la sangre a salir a gotas pequeñas y derramarse hasta cubrir sus dientes que a pesar de sentir el dolor, no paraban de torturarlo de esa manera.

Estaba desesperado, su cuerpo dio un brinco y su cuello media vuelta para fijarse en el semblante burlesco del mismo joven de cabellos extravagantes y sonrisa que se mofaba de él. Gustabo siguió respirando con una sola imagen en su cerebro: él besando a un hombre. Su capacidad de control se veía modificada por la fuerte ansiedad que estaba sufriendo en aquel entonces, su promesa, su vida, su capacidad de transcender al cielo se había muerto en aquel entonces, pues había profanado la representación divina de Dios.

Miró al joven, el otro mantuvo su mirada acercándose a él a zancadas enormes. Los costados de su cabeza sólo eran acreedores de cabellos finos, mientras que en el centro predominaba un frondoso bosque de hojas cafés que con la luz se tornaban como el vino que Conway bebía en cada ceremonia.

Las manos ajenas lo tomaron del cuello con brusquedad, Gustabo se las arregló para no caer. La furia nació y con su fuerza evitó que su cara se estrelle contra el piso cuando el chico lo arrastró con fuerza lejos de aquel estrecho pasillo lleno de puertas que daban a más jóvenes dormidos.

Arrastró su cuerpo como si fuese basura, las piernas de Gustabo se movieron desesperadamente en busca de liberarse. El piso de concreto quemaba y la falta de un techo lo dejó perderse en las estrellas nocturnas. La mano que lo sujetaba lo dejó caer una vez llegaron al patio trasero de la iglesia. Ahí donde sólo había el final de los cuartos y una fuente inservible que daba paso a una puerta que tenía una función nula de entrada trasera.

Estaba oscuro, pero Gustabo no tenía miedo, sentía enojo. Se levantó y encaró a su agresor que se había cruzado de brazos.

—¿Saliendo del cuarto del sacerdote? No sabía que también eras la puta de Dios —se mofó. Bajó los brazos y caminó hasta el contrario para ver mejor esas orbes azules que lo miraban con una furia que jamás había visto en ese ser débil. —Gustabo la prostituta de...

—¡Cállate, Horacio! —Le interrumpió con un fuerte grito. Si no fuese por la lejanía o por las gruesas paredes de cemento, habría despertado hasta el más lejano joven del lugar.

El contrario sonrió y lo tomó de los cabellos fuertemente para tirarlo al piso, pero Gustabo aprovechó su rapidez para deshacerse y propiciar una fuerte patada en el estómago del contrario. Horacio se dobló intentando tomar una bocada de aire, pero otro golpe estalló su labio inferior.

Gustabo no paró de llorar mientras hacía lo que tanto quería. Parecía como si una fuerza lo empujaba a seguir golpeándolo, Horacio jamás creyó verse en aquel puesto, pues el rubio nunca demostró una capacidad de defensa. Ahora tenía en el piso su cuerpo siendo golpeado por las piernas casi huesudas de un hombre que no paraba de sollozar.

La fuerza de sus golpes iba disminuyendo, la cara de Horacio se bañó en sangre y su piel magullada comenzaba a tornarse de un claro color violeta. Era alto, fuerte y ágil, pero aquella patada en su vientre fue tan fuerte que apenas y podía respirar. Gustabo se agachó y con los ojos rojos lo miró asqueado, su puño se estrelló en la mejilla contraria cuusando otra abertura en la cara de Horacio.

Su mente se sentía bien. Su cuerpo se liberaba, la imagen de su difunta pareja se pintó en sus ojos, sonrió al saber que podía estar vengando algo que nunca supo quién lo causó. Sus puños dolían, sus nudillos también comenzaban a sangrar, pero aquello no importaba cuando podía desquitarse con alguien más.

—Gus... —Su boca se cerró por otro golpe. Gustabo por inercia se colocó sobre de él aprovechando poder tomarlo de los cabellos y probar golpear su cabeza con el piso.

—Dios mío —musitó siguiendo con los puñetazos en el contrario. —¡Oh creador del cielo! Soy tu gran prostituta.

Se detuvo cuando el contrario dejó de intentar suplicar por ayuda, miró cómo la cabeza sucia cayó en señal de haberse quedado inconciente. Gustabo lo tomó del cuello para levantarse cuando se dio cuenta que todo este tiempo había estado sentado en el estómago del contrario incapacitando su capacidad respiratoria. Su mirada fría se paseó por el cuerpo hasta fijarla en una roca próxima, se levantó y pateó el cuerpo con asco antes de acercarse a ella.

Era pesada, deforme y sucia como Horacio que estaba tendido en el piso inmóvil. Gustabo se imaginó a Segismundo de la misma manera, esta vez no lloró, solo se inclinó para tomar la roca, pero volvió a soltarla generando un ruido estruendoso cuando una silueta lo admiraba con los ojos tan abiertos que Gustabo tuvo que llevarse el antebrazo ensangrentado para remover el sudor y las lágrimas de ellos.

Yun lo miró atónito llevando su cuerpo al otro tendido. Sus manos tomaron la cabeza y comenzó a respirar fuertemente al ver la desfigurada cara de Horacio ante él. Gustabo seguía parado al final con la piedra en sus pies, su cerebro quería tomarla y romper la cabeza ajena, pero estaba ahí alguien que le impedía moverse preocupándose por su agresor, no por él. Miró su uniforme y dio una arcada al saber que había sangre de alguien más manchándolo.

—¡¿Qué hiciste?!

La voz de Yun ya no era suave ni quedita. Su mirada tampoco era dulce o compresiva. Era de miedo y Gustabo odió que lo vea de la misma manera que veía a Horacio cuando lo humillaba frente a toda una audiencia que reía y reía. No contestó, el asiático siguió gritando y él sólo se dispuso a caminar lejos de ahí.

No le preocupó nada, se sentía bien. Quería reírse y aceptar ser una basura dominada por alguien más de ahí. No era como Yun que obedecía a un anciano enfermo o como los demás que dormían cuando las luces se apagaban. Miró por última vez a su amigo que seguía sollozando sobre el cuerpo tendido de alguien más y se preguntó si alguien lloró a Segismundo de esa manera cuando lo descubrió muerto.

Sonrió y se encogió de hombros. Caminó a su dormitorio rezando un padre nuestro creyendo suficiente esa plegaria para que su querido amante lo perdone de haber desfigurado a alguien más. De una oración pasó a otra y otra más, se preguntó si a Dios le gustaba que le recen de esa manera, volvió a sonreír y entró a su dormitorio sin ninguna mirada juzgándolo.

Lo demás pasó muy rápido, él metiéndose al baño y abriendo la regadera de agua fría sin quitarse la ropa. Parecía como si nada hubiera pasado, como si alguien más no estuviese casi muerto por su culpa.

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