Capítulo 17

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Cuando Conway llegó a donde Armando, su propia postura delataba lo sucedido hace apenas veinte minutos. Sus ojos intentaban engañar a un anciano que había vivido por mucho, entre mentiras y apariencias. Armando también resaltaba aquella parte de su personalidad que prefería comprobar antes de actuar, y no es que sepa lo que Conway había hecho exactamente, sino que sabía que aquellas sesiones de disciplina eran más que una farsa como el atrevimiento del Obispo de la ciudad a mandar un emisario tan joven para servir en una iglesia donde se necesitaba la experiencia y el coraje humano de un hombre mayor.

En Conway veía nada más a un pobre hombre que parecía haber vivido bajo custodia de la mentira misma o como alguien incapaz de darse cuenta que su papel era más que dar misa, confesar o predicar la palabra de Dios.

Antes de tomar el mejunje de hierbas que prometía aliviarle la tos, recibió a Conway, que entre jadeos y sudor cayendo sobre su frente, parecía que el resfriado que creía tener se le había pasado al más joven de cabellos negros y mejillas ligeramente sonrojadas.

—Me ausentaré esta semana, te encargarás de despedir a los niños —le dijo. —Estarás a cargo de los que se queden y de la iglesia.

Aquel pedido parecía no ser un gran reto en aquel momento donde sólo quería quitarse a Armando de enfrente. Y cuando salió de la habitación, sintió un alivio al saber que su pecado no había sido descubierto, o eso pensaba.

Pasaron dos días en los cuales volvió a evitar al rubio porque temía que Armando sepa la verdad cuando al día siguiente lo trató mucho más frío que antes, sus ojos viejos lo miraron desafiante y las palabras salieron entre dientes en un acto de cansancio y molestia.

Aquella tarde, tres días después de haber tocado los labios de Gustabo, intentó alejar sus pensamientos impuros para dar paso a unos que le permitan vivir en paz.

Los ramos de palma con figuras de cruces que colgaban de la puerta principal de la iglesia le recordaron sus acciones pasadas; ya no era como hace semanas que lloraba por haber sido profanado por otro hombre, ahora sonreía automáticamente con un toque de malicia y culpabilidad. Lo hacía para no llorar frente a los niños que jalaban su sotana negra en busca de su atención para saber cuándo sus papás irían por ellos.

Aquellos infantes eran huéspedes de la iglesia. Eran un total de ocho niños y dos niñas que corrían alredor de la fuente felices al saber que muy pronto podrían ver a sus familiares por el periodo de Semana Santa.

Era como vacaciones donde los niños y jóvenes podían salir y visitar a gente que cuide de ellos o los acepte en custodia temporal; era algo que Gustabo detestaba, pero aquella tarde bajo el alba fundiéndose en el horizonte y la luz tenue del sol iluminando al sacerdote frente a sus ojos, que con su espalda inclinada y con la sonrisa entre los labios intentaba que su vestimenta no sea arrugada por los niños, se preguntó si aquellos sentimientos que tenía por él eran más que sólo ganas de quererlo cerca.

En aquel plano con los árboles y flores de lirios por detrás en un pequeño espacio considerado jardín, la imagen de Jack refulgía como un ser divino incapaz de cometer actos impuros. Juraría que si jamás le hubiera puesto una mano encima, caería a sus pies suplicándole y preguntándole por qué Dios jamás se apiadó de él; le preguntaría por qué Jesucristo o la Virgen María jamás lo escucharon de la misma manera que escuchaban a los demás; le suplicaría desaparecer para no enamorarse de él.

Estaba sentado en un banco lejano a la vista del sacerdote que deseaba perder el tiempo para no regresar a la habitación de Gustabo, eso porque sentía vergüenza y miedo. Pero el rubio deseaba que lo haga, deseaba tenerlo al lado para platicar y saber mucho más, pero en vez de aquel hombre elegante y de falsa sonrisa, un chico pelirrojo tapó su visión.

Yun lo miró desde arriba y después a la dirección donde estaba fundido y entrecerró los ojos un poco temeroso a cómo el rubio reaccionaría ante su presencia.

—Hola —le habló llevando sus dedos a la boca. Gustabo alzó la mirada y se tensó al instante. Era la primera vez en mucho tiempo que volvían a hablar. —¿Cómo estás?

—Bien —contestó.

—¿Puedo sentarme? —Gustabo movió la cabeza de arriba hacia abajo regresando su mirada al eclesiástico que ahora estaba sentando en la orilla de la fuente. —El sacerdote Conway parece llevarse bien con los niños, ¿no crees?

Gustabo lo miró sin expresión alguna. Subió y bajó los hombros simulando desinterés.

—Es un idiota como todos los sacerdotes.

—Perdón por haber recurrido a Armando aquella noche —escupió sin más. —Estaba asustado y no sabía qué más hacer. Ahora Horacio está viviendo en otro lugar, no me dijeron dónde. Tampoco sé su estado actual. Pero... Perdón si has tenido que pasar por cosas horribles, Gus...

—Era lo que tenías qué hacer, ¿no? —Gustabo volvió a mirarlo. Yun bajó los ojos y mordió sus labios cuando miró pequeños simbrones en los brazos de Gustabo. El rubio sonrió al saber que seguramente se imaginaba la peor de las situaciones. —Está bien.

—Pero tus...

—Estoy bien —le dijo. —Me tengo que ir, no puedo estar tanto tiempo fuera.

Gustabo se levantó y dejó a Yun con la mirada baja y con su arrepiento a flor de piel. Sabía que Gustabo era así, pocas palabras para situaciones que quería evitar.

Aquella noche, el pelirrojo se acostó en su cama esperando de Viktor entre a la habitación para poder apagar las luces. Le había dicho que estaría rondeando por la iglesia hasta que el sueño le pida regresar y dormir. Pero no esperaba que el peligris llegase hasta él con la respiración irregular y las lágrimas bajando por sus mejillas como si hubiese recibido la peor noticia de su vida.

SAINTS | Intenabo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora