Capitulo 4

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Los días pasaron demasiado lento o así lo sintió aquel joven sacerdote que con sumo respeto y cuidado guardaba las hostias sobrantes y el vino consagrado que fue usado en la ceremonia. Tomó el cáliz y lo pulió hasta que su contenido solo fuera la brillantez del acero. Con su mano cubierta del manutergio blanco, siguió limpiando cada parte de la mesa mientras que su mirada se fijaba en el mármol que reflejaba su rostro.

Su cuerpo se movía delicadamente y se dispuso a terminar con el ritual de cierre para bajar del estrado y dirigirse hasta la sacristía para arrodillarse en el altar y rezar en privado por los jóvenes como todos los días hacía. Su cuerpo pesaba por la falta de sueño que estaba sufriendo últimamente, si sus pensamientos se centrasen en alguien en específico, Gustabo siempre estaba en ellos como una especie de centro capaz de absorber toda su energía.

Dobló sus rodillas y se acomodó en el reclinatorio para comenzar su penitencia. Rezó hasta que su cabeza dolió. No tenía intensión de levantarse después de media hora en esa posición, pero unos gritos fuera de aquella habitación le hicieron abrir los ojos y persignarse para levantarse rápidamente.

Asomó su cabeza por un pequeño rabillo de la puerta y su cuerpo se tensó por completo cuando divisó bajo el presbiterio al sacerdote Armando y a Gustabo con el ceño fruncido. El mayor intentaba que el menor baje la voz con mimos a la vez que su cabeza se movía asegurado que nadie más esté en la iglesia a esa hora.

Pero nunca imaginó que Conway estuviese admirando cada movimiento que hacía mientras se cuestionaba el aspecto del rubio: sus mejillas estaban rojas y de su labio brotaba sangre que se escurría y limpiaba con el dorso superior de su brazo. Vestía el uniforme que utilizaban para tomar diferentes clases, ropa que Conway había descubierto días después de llegar al lugar. Ese conjunto consistía de una bermuda de gabardina de color beige y una camisa blanca de manga corta a botones que era acompañada por una corbata negra que hacía contraste con los bordillos oscuros del cuello.

Jack frunció el ceño cuando miró más allá, sus rodillas también estaban sangrando y las prendas que vestía manchadas de polvo junto con arrugas dignas de una pelea.

—No grites —musitó el cura sin tomar en cuenta que su vieja y ronca voz retumbaba a pesar de decirlo tan bajo. Gustabo lo miró y bajó el brazo de su labio para llevarlo a su rodilla derecha. Lanzó una queja y miró a su alrededor dándose cuenta de que alguien los espiaba desde la sacristía. —Límpiate y regresa a tus clases, es el colmo contigo.

—Yo no fui el que empezó...

—No pregunté quién empezó —el viejo se acomodó la estola y después su casulla. Daría misa dentro de diez minutos y tenía que arreglar los problemas que Gustabo causaba. —En la sacristía hay papel y alcohol, úsalo y quédate a escuchar misa desde ahí. Recuerda que no eres más un niño o adolescente, compórtate como el adulto que eres.

Gustabo asintió sin seguir discutiendo. Sabía que Conway estaba en ese lugar escuchando todo lo que pasaba. Recordó lo que hizo hace una semana y de nuevo, se sintió culpable, pero no podía hacer otra cosa si quería el miedo del sacerdote. Caminó dispuesto a obedecer a Armando, esa vez no haría nada para incomodar a Jack, no tenía las ganas y creyó que era más que suficiente lo que ya había hecho.

Conway aguantó la respiración cuando el rubio se dirigió hacia donde estaba, así que rápidamente se volvió a arrodillar con las manos juntas y su frente sobre ellas mientras simulaba rezar. Aquello que hacía era un pecado y lo arreglaría con más penitencia cuando el rubio se vaya de ahí. Lo escuchó entrar, y automáticamente, caló aire.

Gustabo entró e ignoró al sacerdote que simulaba rezar a su derecha. Caminó hasta encontrar el botiquín, siseó por el dolor en sus heridas y se dispuso a limpiarlas después de sentarse en un banco que se encontraba frente al altar.

SAINTS | Intenabo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora