Capítulo 5

2.2K 346 82
                                    

Conway mantenía la mirada fija en un punto cuando la iglesia fue cerrada. Era domingo por la noche y no vestía su casual casulla verde, sino una sotana negra que usaba para pasear por el día en aquel enorme lugar. Sus ojos ardían y necesitaba un descanso más que nada. Alzó la mirada y se sorprendió al ver sentado en la fuente al chico rubio que se negaba a cubrirse con una venda los golpes en sus rodillas.

Se acomodó la vestimenta y se giró dispuesto a irse rumbo a su propio dormitorio, pero Gustabo se levantó y a zancadas llegó hasta él para hacerle compañía en aquel trivial paseo. Sus delgadas y blancas manos se movían nerviosas y sudorosas al sentir su propia hipocresía en ellas, Conway se mantenía recto mirando hacia la lejanía ayudando a su mente a controlarse. Pero el rubio fue improvisto en ese entonces, pues una conversación era difícil para ambos en esa noche.

—¿Está cansado? —Cuestionó el de blanca piel llevando sus palmas a sus bermudas para limpiar los restos de sudor en ellas. Miró al sacerdote y sonrió cuando este le devolvió el gesto moviendo su cabeza de arriba hacia abajo. —Las misas son muy aburridas.

—Son aburridas para la gente que no les interesa —Conway se detuvo sin quitarle los ojos de encima. Era una mirada casta, sin ningún tipo de malicia en ella, sólo cansancio. —A mí me interesa, por lo tanto, no puedo compartir tu opinión.

Gustabo achinó los ojos y asintió avergonzado por aquella respuesta. Jack lo hizo ver como un tonto; un tonto tan tonto que volvió a preguntar.

—¿Puedo cenar con usted?

Conway abrió los ojos sorprendido por aquella pregunta, el rubio cambió su faceta rebelde a una que bajaba la mirada avergonzado. Su uniforme estaba arrugado, lo supo gracias a la luz de una farola al lado de ellos que indicaba los inicios de los dormitorios. Podían escuchar los bullicios lejanos y los gritos de diversión de los más pequeños. Gustabo alzó la mirada con un escalofrío en su cuerpo, aquel sacerdote parecía evaluarlo con los ojos; era extraño y espeluznante.

—Debes ir con los demás jóvenes, Gustabo.

—Me sacaron de la mesa —respondió. —No encajo con todos ellos, Yun parece hacerlo, pero él es peculiar y lo respetan. —Jack quiso hablar, pero el rubio mostraba una imagen de querer seguir contando más sobre aquello. —Usted parece más... Accesible y me gusta cómo habla, es como un...

—¿Idiota? —interrumpió el contrario comenzando a caminar de nuevo. Gustabo lo siguió apresurado al quedarse atrás.

—No, es que...

—Eres muy mal mentiroso, Gustabo —movio la tela de su sotana y sacó las llaves escondidas en los bolsillos delanteros. Abrió la puerta e hizo que el chico entre a su espacio. —Debes contar algo de verdad en tus mentiras, así podré creerte.

Gustabo entró al cuarto con las mejillas rojas. Conway lo dejó atrás y se encerró en el baño para quitarse la sotana y lavarse la cara. En su cuarto tenía su cena, pero no sabía si era suficiente para dos personas. Salió con gotas de agua cayendo de su quijada y se acercó a la mesa donde un pan era cubierto por una bolsa. Se lo entregó al chico y caminó rumbo a su cama, esperaba dormirse antes de que el hambre se lo impida.

El rubio chasqueó la lengua cuando divisó al padre acostado después de entregarle el trozo de pan junto a una botella de leche. Los dejó en la mesa y caminó molesto hasta él, no iba a comer solo. El sacerdote abrió los ojos para mirar desde abajo las orbes azules que se iluminaron gracias a la vela que se encendía desde su mesita de noche. La madera bajo sus pies rechinaba y las marcas dolorosas de golpes ya no eran visibles; era como un ángel que desprendía luz, pero aquella no era nada más que una sombra oscura que delineaba su cuerpo.

—¿No comerá?

—Come tú, tengo sueño. Cuando te vayas cierra la puerta —volvió a cerrar los ojos. Gustabo se hincó para estar a su altura y poder encararlo en esa posición como una madre retando a su hijo.

Conway escuchó el ruido de sus rodillas chocar contra el piso y volvió a abrir sus párpados para mirarlo tan cerca de él que su sangre se heló por un segundo.

—Coma conmigo —Contestó Gustabo mirándolo a los ojos. Estaba tan cerca de su rostro que pudo contar las pequeñas pecas que se perdían por la oscuridad. La llama ardiente de la veladora no era suficiente para ellos, y las luces de afuera eran muy débiles para ayudarlas. Su rostro era divino, se preguntó si un sacerdote podía ser así de hermoso y pulcro. Toda su vida estuvo rodeado de viejos que, ver a alguien que casi igualaba su edad vestido de esa manera, le dolía; le dolía saber que era el prisionero de una jaula que le impedía acercarse a él. —Vamos...

El sacerdote se removió. La camisa que vestía era blanca, aún tenía sus zapatos y su peinado intacto. Gustabo se tensó y por un impulso, alzó su mano derecha y tocó su quijada para sentir los finos vellos que comenzaban a salir de su barbilla. Conway dio un respingo de sorpresa, abrió los ojos y lo miró fijamente después de aquel toque.

Observó sus labios semiabiertos, uno estaba lastimado y el otro tenía una forma perfecta. Eran rosados y estaban un poco secos por culpa del viento que helaba por la noche. Dejó que aquella mano lo toque hasta bajar por su cuello, Gustabo despegó sus ojos de los contrarios para mirar sus movimientos con el corazón de ambos tan acelerado que Conway era capaz de sentir un retumbar en su interior.

Jamás había sido tocado de esa manera, tampoco su madre fue capaz de hacerlo cuando era pequeño en gestos de cariño y agradecimiento. Gustabo lo hacía y volvía a hacerlo. El cuerpo contrario se fue acercando, Gustabo volvió a tomar su quijada para lograr tocar los labios gruesos del contrario. Su mente le negaba seguir, aquello ya no era un juego suyo, sino una necesidad que surgió al verlo tan diferente que cuando daba misa.

Era un pecado, jamás sanaría si sus impulsos lo obligaban a hacerlo, pero no pudo resistir cuando el sacerdote los abrió para dejar que los toque con parsimonia. Su cuerpo se inclinó más y sus labios acariciaron los contrarios en un beso tan casto que parecía solo un roce inocente. El menor se separó y Conway lo miró estupefacto con las manos apretando las sábanas a sus costados, su corazón parecía estallar y el sudor de su frente salió junto con su mente que le rogaba a Dios y le pedía perdón por no poder salir de aquella tentación.

No tenía las fuerzas para reaccionar y el rubio temió completamente por aquello, el miedo lo obligó a levantarse y salir de aquel lugar sin importarle regresar a otro sitio donde seguramente el dolor lo esperaba. Había arruinado de nuevo su vida, y como dijo una vez su madre, las historias podían repetirse.

SAINTS | Intenabo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora