Capítulo 11

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La noche era alumbrada por la luna y las farolas que adornaban su camino no servían de mucho. Conway miró a su alredor sintiendo un fuerte tirón en su entrepierna, la frialdad del clima lo hizo tiritar a la par que volvía a imaginar los labios de Gustabo mojando los suyos con su saliva.

Aquella textura húmeda y suave que lo acariciaba quemaba su piel y no pudo contenerse de tocar su erección sobre la casulla y sus pantalones justo cuando llegó a su puerta e intentó abrirla con suma torpeza.

Su corazón parecía un ladrón huyendo de la justicia por la manera en la que latía buscando salir de su pecho y descansar en el frío del suelo. Abrió la puerta y entró rápidamente, la cerró y se recargó en ella apretando los dientes y gruñendo al saber que había roto de nuevo la primera promesa de su sacramento.

Miró a su alredor desesperado, mojarse no era una buena opción a esa hora. Le dio gracias a Dios por haber llegado a su habitación sin miradas que lo juzguen y le pidió perdón por lo que estaba apunto de hacer por primera vez. Se quitó la casulla, seguidamente desabrochó sus pantalones para bajarlos lo suficiente para dejar salir el miembro de su ropa interior.

Comenzaba a doler y la necesidad de tocarse aumentaba mucho más cuando la sensación de Gustabo sobre él llegó a su mente. Se echó en la cama y comenzó a masturbarse imaginando que aquella mano que abrazaba aquel músculo le pertenecía a alguien más. Cada sube y baja le quemaba y no pudo evitar llorar mientras suspiraba de placer.

Jamás en su vida había sentido aquello, cada vez que su cuerpo reaccionaba de esa manera recurría a rezar o a mojarse con agua fría para aliviar la grande tentación del pecado capital de la lujuria. Aquella vez su espalda ardía y su mano subía rápidamente arrepintiéndose por reprimirse algo como aquello por años.

No duró tanto gracias a su poca experiencia, el semen manchó su mano derecha y rápidamente se incorporó respirando fuertemente después de un sonoro gemido que calló llevando la palma libre sobre su boca. La adrenalina recorría sus venas y la sístole que ejercía su corazón parecía durar lo suficiente para jamás dejar pasar una relajación al miocardio.

Admiró su mano y dio una arcada de asco y miedo al ver aquel líquido natural de su cuerpo. Se levantó y a largos pasos llegó al baño donde dejó caer su cuerpo y cara en dirección al piso donde se bañaba para vomitar hasta parar cuando su estómago se contrajo.

Estaba sintiendo por primera vez el desespero de caer en el infierno. Las lágrimas bañaron sus ojos y sus rodillas dolieron cuando pasaron minutos soportando su peso en el escarchado piso de madera.

Se sentó y no paró de sollozar sintiendo el agrió en su boca como una consecuencia de sus actos. No tenía la fuerza de voluntad para levantarse e hincarse frente a un jesucristo crucificado y alumbrado por llamas que lo iban a consumir en su muerte.

No supo cuándo quedó dormido con su espalda apoyada en la pared, tampoco se dio cuenta cuando Armando entró a su cuarto de baño a primera hora de la mañana minutos antes de dar la primera misa del día.

—¿Pasó algo o por qué está en el piso? —El anciano arrugó su rostro y salió del baño sin cuestionar nada más cuando miró los ojos del contrario hinchados.

Conway estaba tirado en su propia desgracia y su imagen ya no era aquella limpia y elegante. A pesar de haberse bañado más tarde cuando logró levantarse tragando toda su vergüenza, su rostro se notaba tan cansando hasta el punto de que Armando le negó dar la misa aquella mañana.

Los acólitos lo miraron sorprendidos y Gustabo a la lejanía -y a ojos de Armando- se mordió los labios sintiendo culpa por el estado del sacerdote más joven y corrompido. Bajó la mirada y se tocó los brazos con nerviosismo. Las costras sobre ellos le traían recuerdos cercanos y al término de la ceremonia esperó que los feligreses salgan de la iglesia para ir donde Conway, pero la fuerte mano de Armando lo detuvo sólo para después soltarlo con brusquedad y hacer que se golpee contra un banco de madera.

Yun bajó los ojos cuando no pudo ir hasta su amigo después de ver aquello; Armando le tocó el hombro para que salga de ahí no sin antes echarle la última mirada del día.

Conway miró a Gustabo de nuevo con la mirada tiesa. El sacerdote se levantó rápidamente y entró a la sacristía donde escupió restos del cuerpo de Cristo que se negaba a tragar después de besar a un hombre y cometer un sucio pecado.

Gustabo lo siguió con la mirada, Conway no se veía bien y le asustó cuando salió de la habitación limpiando su boca con lágrimas saliendo de su rostro negándose el ver a Gustabo. Pero el rubio era lo suficientemente curioso para caminar hasta él y tocar su brazo en un gesto que Conway no pudo negar.

Quería secarle las lágrimas, pero no podía en un lugar tan abierto, así que lo dirigió a un confesionario lo suficientemente ancho para que su cuerpo delgado entre junto al de Conway que parecía una marioneta sin fuerzas de hacer sus propios movimientos.

Aquella caja guarda pecados era abierta y la posición que tenía en la esquina de un ala de  la iglesia era perfecta para que las paredes faltantes de una puerta lo cubran. Miró a Conway y tomó sus mejillas entre sus manos para acunar su rostro.

Las yemas de sus dedos limpiaron las lágrimas de esos ojos hinchados e hizo que la cara del contario se pegue a su cuerpo en un gesto casto de consuelo. Lo abrazó por segundos hasta que la respiración de Gustabo lo calmó, alzó el rostro y su mano apretó la tela de la camisa arrugada del contario para hacer presión y que su cuerpo baje a su altura.

Aquella necesidad de volver a ser besado surgió y no pudo evitar pegar sus labios con los del contario como el tercer beso que había recibido en toda su vida. Después de todo, ya había pecado una vez y hacerlo de nuevo no podía aumentar su condena infinita.

El rubio lo besó por lástima, aquella vez sus labios quemaron al recordar las palabras de Horacio. Tal vez sí era la prostituta de Dios y Conway era ese canal que sufría por su culpa. Aquel hombre elegante parecía perder su areola lentamente gracias a él.

Aquel momento juró sentir las nubes a su alredor, besar a un ser divino era así. Pensó si ese podía ser su pase al perdón, pero no era más que un castigo a sus propios actos al profanar a un ser puro como lo era Jack Conway, o eso creyó que era.

SAINTS | Intenabo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora