Capítulo 27

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—No es lo que parece.

Conway intentaba levantarse con dificultad del suelo. Aquel estruendoso golpe se había oído por toda la extensión de la iglesia y el dolor que el sacerdote más joven sentía era nuevo, jamás lo habían golpeado de esa manera. Desde el fondo de su ser aceptaba ese sentimiento y muchos más negativos, sabía que los merecía y que aquella mirada terrorífica que tenía frente a él era menos de lo que debía tener.

—¿Y qué es lo que debe parecer? —Armando caminó hacia él guardando el impulso de tirar la Biblia y el rosario entre sus manos. —¡Profanaste la casa de Dios, la palabra del Señor, profanaste mi hogar!

—Armando...

—¡Abusaste de un pobre enfermo, te aprovechaste de él, de todo lo que estaba a tu disposición! —Conway abrió los ojos y se levantó para encararlo, pero poco tenía que decir. —Sólo eres un simple hombre hundido en su propia miseria, egoísta e irrespetuoso. ¿Lo hiciste más veces? Un error efímero podría tener solución, dime la verdad...

—Lo hice más veces, Armando —le dijo. No tenía que mentir más, ya nada lo salvaría de sus acciones.

El sacerdote más viejo lo vio a los ojos y después miró el altar, ahí donde todos esos años había impartido misa. Su rostro estaba en blanco, nada se refleja en él, solo tristeza y frustración al ver que su Dios fue blasfemado de esa manera.

—Tú mismo contarás lo que has hecho hasta llegar al Santo Pontífice —le ordenó. —No quiero verte más, lárgate a primera hora de la mañana. Lárgate y no vuelvas jamás.

Conway vio cómo el sacerdote Armando se iba por la oscuridad de la noche. Aquellas farolas que el primer día consideró como viejas e inservibles ahora alumbraban su propia desgracía como si fuesen soles a punto de quemarlo vivo. Quiso correr a donde  Gustabo y besarlo hasta que la noche los vuelva uno mismo, pero sus fuerzas habían decaído cuando recordó que en unas horas estaría yendo a su final. Todo ese tiempo que pasó en nombre de Dios se había arruinado, sus metas, su vida, su propia promesa se había caído y destruido.

Jamás se imaginó que amar duela tanto y que ser amado se sienta tan bien como degustar de una deliciosa taza de chocolate caliente por las mañanas de un frío invierno; tan bien como ver una sonrisa y una silueta entre arbustos y dulces colores que adornaban mejor a ese chico que al altar mismo. Aquellos días se habían perdido, sus ojos intentaban mirar en la oscuridad de su semblante una solución cuando guardaba aquellas prendas que Gustabo quería desordenar la primera vez que entró a su habitación a disculparse cual ser humano falso e imperfecto.

Su cama ahora era ocupada por dos pequeñas flores secas, una que murió después de vivir y otra que murió sin abrirse al mundo, aquellos dos claveles parecían mirarlo como si supieran lo que en verdad era. Sus dedos se movieron intentando describir lo que sentía en una carta, la pluma que se remojaba en tinta bañaba un lienzo que olía a humedad, uno que guardaba sus propias palabras que jamás salieron a mirar la luz del día o la oscuridad de una noche. Había descubierto el amor real, no el amor que se le da a alguien que no puedes ver; no el amor que sentía al dar misa o al hablar sobre su Señor.

Había descubierto por primera vez lo que era enamorarse de alguien real, y estaba feliz de aquello. Feliz de saber que aquella persona también lo amaba, y si Dios le permitía regresar a sus brazos, rezaría cada noche para que el tiempo acompañe la espera de aquel humano que también buscaba la libertad y paz.

Odió despedirse de esa manera y que la verdad les haya arruinado la linda historia que creyó haber construido. Jack aprendió que lo que sentía no merecía ser castigado. No sabía qué era lo que Gustabo iba a sentir después de no verlo en la mañana siguiente y supo que aquella decisión de no correr hasta él fue egoísta, pero era la que los salvaría a ambos de la maldición de los Santos de esa iglesia.










El Santo Pontífice: máxima autoridad de la iglesia, El Papa.

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