La amiga 3

91 5 0
                                    

3

Y tan ridículo como sonaba, yo vivía en El cielo, un pueblo bastante pequeño, a las afueras de Upata, en el estado Bolívar. Yo diría que más que tranquilo, es aburrido. Supongo que debido a esto el nombre le va como anillo al dedo. Mi hermano de alguna manera logró entrar a la universidad católica Andrés Bello con una de esas becas de “estudia ahora, paga después”, tendría una deuda tremenda, pero ahora estaba disfrutando.

Él solía vivir con nosotros en El cielo, pero cuando comenzó la universidad se mudó al departamento de un amigo en Ciudad Guayana. A donde estaba dirigiéndome justo ahora. No sabía porque lo hacía, pero estaba yendo a hablar —entre todas las personas— con mi hermano.

Dudé unas treinta veces mientras el autobús me llevaba por la autopista Manuel Piar, y otras treinta más cuando bajé para tomar un segundo autobús que pasara junto al departamento de mi hermano. Pero la decisión ya estaba tomada, así que fui un hombre y llamé al intercomunicador del edificio.

El amigo de mi hermano era alto y bastante corpulento para tener solo dieciocho años —o tal vez era que yo era un pequeño escuálido—, extrañamente había una copia de él deambulando de aquí para allá. Vale, mi hermano vivía con gemelos idénticos. Después de un momento descubrí que no eran tan parecidos. Uno de ellos, Braulio, era callado y sonreía de cualquier cosa que mi hermano dijera; el otro, Ernesto, no paraba de hablar y solo reía de sus propios chistes. Los medio recordaba del colegio, pero yo realmente nunca les presté atención a los amigos de mi hermano, así que.

Ernesto estaba hablando de cómo ama a las mujeres universitarias, mientras Rodolfo movía sus manos como si estuviese dirigiendo un auto para ser estacionado.

—Oh, Rodolfo, recuerdas a Carla y Sara, ¡sarita, sarita! Ella si sabía chuparla.

—Ernesto, ¿podrías moderar tu vocabulario? él solo tiene catorce años —pidió mi hermano.

Ernesto me miró un momento. Yo bajé mi chocolate caliente y limpié mi bigote marrón.

—Nah, este tiene pinta de que se las tira en el baño del colegio —dijo él.

Y no sé qué aspecto tenía mi rostro pero ambos rieron cuando me vieron. En su defensa, podía sentir la sangre acumulada en mis mejillas.

—No todos son unos bestias, Ernesto —me defendió Braulio. Él era el gemelo sensato.

—¿Qué? ¿De verdad no sabes nada del tema? —preguntó un curioso Ernesto.

—Ya, la charla de las abejas y la flor, lo tengo —dije. Milisegundos después me di cuenta de que tal vez esa referencia me hacía ver aún más inmaduro en el tema.

Ernesto me miró en un pequeño estado de shock y volvió su vista hacia mi hermano, quien me miraba con una pequeña sonrisa. Mientras tanto, yo estaba maldiciéndome por no haber callado como siempre hacía. ¡Oh, mi cabeza!, esa cosa que pensaba, y pensaba, y pensaba; y jamás le agradaba ninguna intervención, porque era más fácil cuando callabas, así nunca tenías nada que explicar, y como explicar era hablar, no hablabas. Una especie de círculo vicioso, supongo. ¡Claro que tenía que fallarme el sistema en un inoportuno momento!

Estuve feliz cuando finalmente me quedé a solas con mi hermano.

Él se sentó frente a mí y apagó el cigarrillo en el bonito cenicero sobre la pequeña mesa en su cuarto.

—¿Desde cuándo fumas? —pregunté.

Él me sonrió.

—Creo que… —hizo una pausa mientras buscaba en su memoria—…desde los doce años, más frecuentemente desde que tenía tu edad. Tú nunca fumes.

Cartas para ELLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora