Dress
Ubicación: Habitación del líder de Kpa-T, segundo piso de la mansión de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas.
Hora: 10:47 p.m., un martes cualquiera en el calendario de la decadenciaUn olor a Boss Bottled Night, mezclado con pizza fría y desdén heredado, flotaba en la habitación más grande de la mansión de Kpa-T. No era de esperarse otra cosa: Caín McFeller dormía donde antes dormían los fundadores. Literalmente.
El ala norte de la mansión de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas —una construcción victoriana restaurada para mantener la fachada del poder académico— albergaba a los miembros más antiguos de la hermandad. Y la habitación de Caín era la cúspide: techos con molduras doradas, estanterías de roble repletas de libros que seguramente nunca había leído pero cuyos nombres podía pronunciar en latín, una chimenea encendida a pesar de que no hacía frío, y una cama tamaño King cubierta de sábanas de lino egipcio. Las paredes estaban decoradas con retratos en óleo de los McFeller: su bisabuelo, su padre, su hermano Caliban... todos con el mismo gesto arrogante, como si les perteneciera cada centímetro del mundo.
Caín no tuvo que hacer una iniciación para ser líder. No, eso era para los demás. Él era Kpa-T. Su apellido estaba grabado en una de las columnas del salón principal. Por derecho de sangre, por linaje, por ese algo intangible que se hereda junto con la fortuna y el desprecio por las normas sociales.
Las mujeres no podían poner un pie en la mansión. Pero yo era la excepción. La anomalía.
Sentados en su cama, con una caja de pizza entre ambos —aunque sin ser tocada—, Caín me preguntó mientras sostenía dos camisas:
—Por cierto, ¿qué camisa debo llevar?
—La negra —respondí, señalando la de botones que colgaba entre sus dedos como si fuera una elección de vida o muerte.
El colchón crujió cuando se dejó caer de espaldas y colocó los brazos detrás de la cabeza. El dorso de su camisa se tensó contra su cuerpo, dibujando con precisión anatómica la arrogancia de quien sabe que puede tenerlo todo. No iba a mentir: se veía como un jodido dios griego, como uno de esos hombres dignos de ser pintados en una galería maldita de Florencia.
Los ojos medio cerrados, pero sin llegar a relajarse. Mandíbula tensa. Dedos golpeando el borde de la caja. Estaba incómodo. O nervioso. O ambos. Yo no podía saberlo con certeza. Nunca puedo saberlo con certeza.
Mi terapeuta dice que la alexitimia no me hace menos humana. Pero a veces me siento como si mi corazón hablara un idioma que mi mente no puede traducir. Así que me aferro a los gestos, a las manos, a los silencios. A los códigos que otros ignora
—Podrías ir conmigo —dijo, repartiendo pequeños besos en mi hombro desnudo—. Quiero presumirte.
Estoy segura de que mi mirada hacia él fue como si fuera un ser humano de tres cabezas.
—¿Ayer no me pediste que renovara mi guardarropa porque alguien te dijo que no me veía atractiva?
Él sonrió, encantado de sí mismo.
Y yo me pregunté —por enésima vez— cómo demonios había terminado aquí, con el heredero de un imperio jurídico, en la cama de una casa donde se hablaba en susurros y se conspiraba en latín.—Estoy seguro que si usarás ropa más actual, más sensual...
—Sí, bueno, creo que me veo bien con lo que uso normalmente...
—Te ves muy infantil —dijo—. Lo siento, yo...
—Tú no tienes palabra o voto en mi forma de vestir.

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Empty (1)
Teen FictionCuando Isabella llega a Inglaterra, los ecos de un pasado fragmentado la persiguen. Hay años de su vida que no logra recordar, vacíos que laten con fuerza tras la fachada perfecta de su realidad. Al reencontrarse con Caín McFeller, su enigmático y m...