II. LAS ESPINAS DE LANCE

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Pero los ojos no siempre saben ver. Hay que buscar con el corazón.
(“El principito”, de Antoine de Saint-Exupéry)



El día en "El lugar" comenzaba muy temprano. Y aunque Lance casi nunca salía de su habitación, sabía en qué momento empezaba el día de todos. Allá afuera de las ventanas el ruido de los autos se escuchaba y al otro lado de su puerta las personas caminaban por el pasillo: los enfermeros, los médicos, los voluntarios, los maestros, los familiares de todos los pacientes aquí. Él sabía que la mayoría eran de entrada por salida, es decir, venían a sus terapias o clases y después se iban.

Lance hace mucho que no tomaba ninguna clase. Ya no era un niño necesitado de aprendizaje. Hacía años que había dejado de serlo. Sabía todo lo que pudo haber aprendido ya: podía vestirse y desvestirse solo, sabía leer Braille y cómo usar sus aparatos eléctricos, incluído el móvil donde también tenía audiolibros –aquel al que nunca nadie llamaba–, podía moverse sin problemas por toda la habitación –allá afuera no, pero por eso nunca salía–, podía bañarse sin ayuda y había aprendido a leer a los demás, no sólo a verlos con sus manos, sabía cómo eran sin necesidad de sus ojos. No necesitaba ayuda y podría pagar a alguien que lo acompañara y lo tratara bien, aunque fuera por obligación, pero ¿dónde quedaría la diversión en eso?

No. Lo único que lo sacaba de su oscura rutina eran ellos. Los voluntarios que venían aquí con su lástima hacia él y se iban, a los pocos días, odiándolo.

Hoy, nada raro en realidad, no se sentía bien. Era martes y un nuevo voluntario vendría, un tal William. No sabía mucho de él, sólo que debía hacer una especie de servicio social y que era extremadamente millonario y superficial. Un niño rico cualquiera.

Y no tenía ganas, pero lo hizo: salió de la cama, arregló las cobijas lo mejor que pudo, se dio una ducha, se puso ropa limpia y espero el desayuno aunque no tenía hambre. Sabía que si no lo hacía un psicólogo vendría y él no quería eso.

Llevó la mecedora del abuelo frente a la ventana. Tocó el cristal con su palma extendida sólo para asegurarse que era el lugar correcto; aunque después de tantos años aquí era casi imposible equivocarse. Se quedó un momento así, de pie frente a la ventana, con una mano alzada, su rostro hacia la calle dando la ilusión de ser un persona cualquiera mirando el tráfico de allá afuera, las personas yendo de prisa a sus trabajos, niños siendo apresurados por sus padres porque iban tarde a clases... Mirando la vida pasar.

Pero era sólo eso: una ilusión.

Él no podía ver nada.

Al final, con un suspiro cansado, dejó caer su mano y se sentó en la mecedora. Sabía que no era cierto, pero a veces creía que el olor a tabaco del abuelo seguía ahí. El abuelo. Extrañaba mucho al abuelo. Él había sido el único que lo trató como una persona, pero cuando él murió...

Lance gruñó. Podía sentir la luz del sol dándole de pleno en el rostro, pero para eso estaban las gafas oscuras. Por lo demás no le molestaba. Le gustaba la sensación cálida en su piel, uno de los pocos momentos en que se sentía vivo.

Y eso estaba haciendo, nada, cuando lo escuchó entrar. Se puso tenso, aunque no supo la razón. Lo escuchaba moverse y pisar con cuidado, como si no quisiera hacer ruido. Lance casi sonrió, era imposible entrar sin que él lo supiera. No poder ver había agudizado sus otros sentidos. Lo escuchó también maldecir y mascullar otras palabras. Su voz, aunque baja, le provocó un escalofrío. No era cómo se había imaginado la voz de un chico rico al que no le importaba nada más que su dinero. 

Amor en Braille (Gay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora