Trece

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Vi como el carruaje se alejaba a lo lejos y no pude evitar apretar con un poco más de fuerza el brazo de Alexandre a mi lado.

—Estará todo bien —dijo y me obligué a mirarlo y sonreír antes de darle un asentimiento.

Sabía que era probable que mi miedo y desazón provinieran del hecho de que ahora era definitivo. Me había casado y mis padres habían emprendido el viaje de regreso a Carmine. Esta mañana había sido la última que había desayunado con ellos y la risa estruendosa de papá me había sonado un poco más baja que de costumbre. Incluso mamá me había abrazado con más fuerza de la que alguna vez recordara.

Tragué el nudo en mi garganta e ignoré la pesadez en mi estómago cuando me di la vuelta y enfrenté la puerta de la mansión. Mi suegra se había retirado momentos antes, pero ella tampoco se quedaría durante mucho más tiempo.

Pronto seríamos solo mi esposo y yo.

«Mi esposo», pensé y le di una mirada al joven junto a mí. Sonaba tan raro, sin embargo, no me molestaba. Quizá estaba pensando las cosas de más y el miedo de verme por primera vez sin mis padres me resultaba más aterrador de lo que había esperado.

—¿Qué harás hoy? —pregunté y me volví a mirarlo de frente. Solo habíamos dado unos cuantos pasos y seguíamos en el jardín. El clima había comenzado a volverse un poco más frío, pero todavía era aceptable. La primavera siempre había sido hermosa.

—Me reincorporaré a mis obligaciones normales. —Sus cejas se arquearon levemente y sus ojos brillaron, haciendo que ese color normalmente opaco se hiciera más vistoso. En comparación, mi emoción bajó y mi tristeza aumentó un grado.

—¿Y a qué hora volverás?

—¿Por qué? ¿Me extrañarás? —Levantó la mano y me pellizcó la mejilla sin fuerza antes de sonreír— Volveré en la tarde, seis, quizá siete.

Elegí no responder a su pregunta, pero asentí en mi mente. No sabía si lo extrañaría, pero luego de pasar casi dos semanas en su constante compañía y perderla de repente, justo cuando la ausencia de mis padres empezaba a hacerse notoria, me dejaba cierto sabor amargo.

—Bueno... te esperaré —declaré con firmeza y cierto aire solemne que no había sido mi intención expresar.

Los ojos de Alexandre se abrieron un poco más de lo normal y la sonrisa se ensanchó sobre sus labios. Siempre sonreía tan chiquito, tan pequeño, que sentía que debía apreciar estos gestos como si fueran jade y perlas.

Lamentablemente, como todo lo bueno, el gesto le duró poco y acepté de mala gana el hecho de que ahora las cosas serían así. Jerome, que era el mayordomo principal de la mansión se acercó a él con la chaqueta de los caballeros y mi esposo se la puso de forma rápida en una sucesión de acciones acostumbradas.

Todo, desde la chaqueta hasta la forma en la que le acercaron las riendas del caballo me pareció que se hacía frente a mis ojos como una ráfaga y para cuando me di cuenta, solo quedó el tacto cálido de un beso sobre mi frente. Si no lo hubiera visto yo misma y si la sensación no permaneciera, hubiera pensado que fue mi imaginación.

Me quedé parada en el jardín, medio aturdida durante unos minutos.

—¿Señora? —Jerome llamó y solo entonces reaccioné.

Todavía me estaba acostumbrando al título. Me reí entre dientes muy bajito, lo suficiente para que fuera la única en escucharme y le hice un gesto desganado con la mano para que no se preocupara.

Esa había sido la segunda despedida del día y ya me sentía cansada. Lo peor fue que al entrar y ver el reloj colgando en la pared, vi que apenas daban las ocho de la mañana.

AlizeéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora