Veintiséis

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A finales del tercer mes del año, cuando el calor parecía comenzar a suavizarse, me caí en la entrada de la casa; estaba siguiendo a Bastian que ya podía dar algunos pasos por sí mismo y el dolor agudo en mi estómago me hizo morder con fuerza y ro...

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A finales del tercer mes del año, cuando el calor parecía comenzar a suavizarse, me caí en la entrada de la casa; estaba siguiendo a Bastian que ya podía dar algunos pasos por sí mismo y el dolor agudo en mi estómago me hizo morder con fuerza y romper a sudar frío.

Palidecí de inmediato y las doncellas que me seguían, incluída Margot comenzaron a moverse de forma acelerada a mi alrededor; el pequeño copo que hasta entonces tenía el ceño fruncido, concentrado en dar pasos precisos, rompió en llanto y su rostro se sonrojó. Por mero instinto quise consolarlo, pero no me salieron las palabras.

Zoé, Lucie e Irina me ayudaron a levantar con lentitud mientras Élise corría a buscar un médico y Margot intentaba calmar a Bastian que estiraba los brazos hacia mí. Pese a que yo era la involucrada y el dolor aún permanecía, me sentía una espectadora.

Subir la escalera estaba fuera de discusión y solo pude dejarme recostar sobre los almohadones del sillón del salón más cercano a la salida. Tenía una vaga premonición de lo que me estaba pasando y frente a la posibilidad, me sentí perdida y estática.

—Ma... Ma... Ma... —El copito, que había pasado de llorar a hipar, comenzó a llamarme y sacudirse dentro de los brazos de su niñera y con un asentimiento lento le dije que lo bajara. A este punto solo sentía una leve molestia que persistía más como una espina clavada en mi pecho y garganta.

En cuanto lo pusieron sobre el suelo, Bastian dio pasos rápidos y torpes hasta estar junto a mí y sin dudarlo, apoyó la cabeza contra el costado de mi vientre; su peso no era mucho ni incómodo, apenas podía decirse que me rozaba. No era la primera vez que lo hacía, pero ahora entendía que podía haber otro significado detrás.

Los minutos pasaron en un silencio tenso luego de que todos se calmaran y mis dos manos se mantuvieron ocupadas, una sobre la cabeza blanca de mi hijo y la otra sobre mi vientre, en donde la punzada de molestia persistía. Mi mirada chocaba contra la falda de color celeste pastel con fijeza y encontrarla limpia contribuía a que mi mente no terminara de colapsar.

Desde el momento en que caí, sentí el miedo treparme por la garganta y el corazón latirme más rápido de lo normal; por más que mi cara no hubiera mostrado rastro de ansiedad, mi pensamiento no dejaba de recordarme aquella vez que siendo niña vi a mi madre resbalar en la escalera y su falda cubrirse de un impactante color rojo. Al igual que yo hoy, ella me perseguía a mí y su vestido era celeste.

La amargura persistente de ese recuerdo me enrojeció los ojos y los dedos que aguardaban sobre mi estómago se contrajeron en un puño. Para entonces tenía cinco años y la imagen se grabó en mis retinas como si lo hubieran impreso en hierro caliente.

Después de ese día y aunque nadie me lo dijo, supe que no tendría ningún hermano más. Había escuchado a escondidas cuando el médico estaba en su habitación y sentí el impacto de esa declaración a través del llanto ahogado que provino desde el otro lado de la puerta. Ni mi padre ni mi madre me culparon y eligieron volcar todo su afecto sobre mí, pese a que yo había sido, en parte, culpable del incidente; quizá por eso, ahora sentía una creciente culpa clavarse como una estaca en mi pecho.

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