Treinta y dos

1K 219 40
                                    

Una ráfaga de aire caliente entró en mis pulmones en el momento que puse un pie en la habitación. Afuera el clima era agradable bordeando lo cálido; pero incluso así había un pequeño fuego quemándose en la chimenea de la habitación. 

Enseguida sentí el estallido de sudor en mi cuerpo y luché por mantenerme serena frente a la imagen en la cama. Mis pasos se detuvieron a un lado de la mujer y sonreí sin fuerza al ver sus ojos cansados. 

Mi madre era una mujer delicada; no solo en su aspecto y modales, sino en el más literal de los sentidos. Según el médico, era un milagro que pudiera vivir tanto. 

Esa aseveración fue un puñal que se incrustó en lo más profundo de mi pecho. 

—Cariño. —Su voz ronca me sacó de los deprimentes pensamientos que parecían llenar no solo mi cabeza, sino todo el ambiente—. ¿Dónde están los niños?

—Están durmiendo con papá. —No demoré mi respuesta y evoqué la imagen de aquel hombre grande que había caído inconsciente sobre el sillón del salón con dos niños subidos sobre su pecho. El cansancio de noches sin dormir junto a la cama de su esposa no pudo evitarse. 

—Es bueno que descanse. —Pese a que había una notable debilidad en sus palabras, todavía hablaba con claridad—. No me hizo caso cuando lo envié a dormir. 

—Ni a mí —declaré mientras me sentaba a su lado y tomaba su mano. Su temperatura estaba por encima de lo adecuado; pero temblaba de frío—. Solo se fue cuando Bastian y Fleur vinieron a buscarlo. 

Los labios secos se curvaron y un brillo de deleite pasó sobre sus ojos platinados. La luz del crepúsculo que entraba por la ventana iluminó su rostro y le otorgó un aire de ensueño. 

Me pregunté por qué de repente pasaba esto, por qué mi madre de todas las personas era la que tenía que estar tendida en la cama con una expresión de placidez que más que tranquilizarme, solo me provocaba un dolor sordo en el pecho. 

Aceptación, eso era lo que veía en su rostro. 

—No sonrías así. —Una pizca de rabia se filtró junto con esa oración que debió quedarse en mis pensamientos. Me sobresalté al darme cuenta de que había liberado mi irritación sin intención ante el gesto de sorpresa de mi madre y me mordí los labios con saña. 

Recordé que no hacía mucho, todavía revoloteaba como una mariposa entre las florecientes plantas del jardín; recordé que llevaba a Fleur de la mano mientras le hablaba sobre modales, etiqueta y expresiones, con una sonrisa suave en el rostro; recordé mi molestia por querer moldear a mi hija de la misma forma que era ella y contuve mi enojo al ver cómo mi pequeña florecita escuchaba con atención antes de asentir y enderezar su espalda. 

Pensé que era yo la equivocada al ver lo bien que parecían congeniar y retuve mi genio al reconocer que, quizá, mi madre era muy adecuada para sobrellevar el carácter perezoso de Fleur. Ella llamaba su atención. 

—Lo siento. —Escuché su disculpa y respingué al sentir el apretón en mi mano. 

Bajé la cabeza y negué con brusquedad. Mi odio, mi enojo, no era con ella, era con la situación. 

—Ya sabía que esto pasaría… fue mi deseo egoísta tenerlos conmigo lo que me restara de vida. 

—Pudiste llamarme antes. —El tiempo era demasiado corto; no sentía que lo hubiera aprovechado. 

Un corto silencio se hizo entre las dos y mi corazón se saltó un latido al percibir la quietud de la persona a mi lado. Me di la vuelta con rapidez y vi que sus ojos se enfocaban en mí con afecto desbordante; jamás la vi tener una expresión tan serena sobre el rostro. 

AlizeéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora