Veintinueve

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—¿Soy bonita? 

Escuché una vocecita a mis espaldas y giré en dirección a ella antes de que mis labios se crisparan. Frente a mí había una niña pequeña cuyo vestido estaba lleno de flores; las alfileres que las mantenían sujetas a su vestido y cabello sobresalían de la tela sin terminar de prender y me pregunté cómo había hecho para no lastimarse en el proceso. 

—¿De dónde sacaste todo esto? —De reojo miré la puerta abierta del armario y al niño que asomaba la cabeza detrás de la puerta. Sus ojos platinados me veían con la sombra de la curiosidad impresos en ellos—. Pudiste lastimarte. 

—¿Entonces no soy bonita? —Fleur bajó la cabeza y varias de las flores se deslizaron de su lacio cabello blanco; mi corazón se rompió ante la vista y tuve que contar en silencio para resistir la tentación de abrazarla. 

—¡Muy bonita! —Bastian, que hasta entonces se había limitado a ver desde su precario escondite, dio un paso adelante y frunció el ceño—. Mamá, no la intimides. 

—¡Mamá, no me intimides! —Mi hija levantó la cabeza y repitió lo que dijo su hermano sin dudarlo. Aunque no tenía más que un año y medio, hablaba con soltura y facilidad; muy diferente de mi hijo mayor, que hablaba muy poco. 

—Mamá no te intimida, mamá piensa que eres la niña más bonita del mundo… pero pudiste lastimarte. —Aunque se veía adorable, la cantidad de agujas en su cuerpo me ponían nerviosa—. Deja que te las quite. 

Sus pequeños labios rosados hicieron un puchero, pero no se movió mientras sacaba las flores una a una hasta que solo quedó una enganchada del pecho del vestido. Mis dedos se detuvieron un momento sobre ella y la manito tierna de Fleur me retuvo. 

—Me gusta. —Levanté la mirada en cuanto la oí y aprecié la tenacidad en sus orbes.

¿Le gustaba justo esta flor? 

En mi interior no pude evitar suspirar, de hecho, le convenía; era una pequeña flor blanca, como ella. 

—¿La quieres? —pregunté y dejé que mi mano descansara en la suya sin intentar tocar ni siquiera un pétalo del prendedor. Había usado muchas veces ese mismo accesorio y lo había olvidado; la última vez que lo vi fue aquella tarde antes de que Scarlett se fuera. 

Mis pensamientos se fueron a aquel chico que con mucha soltura me dijo que si obtenía una camelia blanca, tendría un amor puro; pero que si llevaba dos, duraría mucho más. Pocas veces lo había pensado en los años que habían pasado desde entonces; aunque cada vez que lo hacía, mi boca se llenaba de cierto sabor agridulce. 

—¿Mamá me la da? —La escuché de nuevo y las imágenes residuales en mi mente se desvanecieron. 

—Te la daré. —Acepté y liberé los dedos de su agarre para prender bien el alfiler—. Tienes que cuidarla. 

Mi tono se volvió duro y la expresión de mi hija se enserió al instante. La luz que entraba por la ventana se reflejaba en sus irises que parecían brillar como plata pura; sentí que quería abrazarla y fundirla una vez más con mi cuerpo. 

—La cuidaré. —Escuché el compromiso dentro de sus palabras y quise reírme de su seriedad; era una niña pequeña, pero a veces me daba la impresión de ser mucho mayor. 

Desvié la vista hacia mi otro hijo, que aguardaba parado a unos pasos y estiré mi mano para tocarle la mejilla, que ya no era tan regordeta como antes. 

—¿Tú también quieres una flor, Copito? —La línea de su mirada viajó del pecho de su hermana a la multitud de flores en el suelo unas cuantas veces antes de que un tenue rubor le subiera por el rostro; su nariz se frunció y giró la cabeza hacia un lado antes de negar con vehemencia—. ¿No?

AlizeéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora