Ocho

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Los días después de haber comprado el establecimiento a la divertida Madame Coté, habían sido de lo más ajetreados y no había en mí el menor  pensamiento que no fuera el de hacer de mi Rumeurs, pues así se llamaría, una realidad. Por tanto, entre Margot, Belmont y yo, habíamos pasado jornadas completas, no solo recorriendo el lugar y supervisando sus arreglos luego de que su antigua propietaria trasladara sus baúles y restantes pertenencias a su casa, sino que también habíamos estado buscando los muebles adecuados, consultando con carpinteros y pintores y me alegraba sobremanera el haber obtenido el apoyo de mi madre.

Sabía que ella era estricta y algo remilgada, lo suficiente como para creer que una mujer estaba absolutamente segura dependiendo de su esposo, pero se había mostrado abierta a que yo poseyera un bien propio fuera del matrimonio por cualquier eventualidad. Más aún cuando le dije que, si tenía una hija, deseaba heredárselo.

Sería una dote de lo más sustanciosa.

Estaba segura de que lo que la complacía era el hecho de que ya estuviera pensando más como una esposa y madre, que el hecho en sí de que tuviera un negocio propio.

Me reí sonoramente cuando a Belmont, que estaba junto a mí, le cayó una gota de pintura sobre la nariz. El pintor que había contratado estaba haciendo pequeños detalles en el techo, llenándolo de pequeñas flores de diferentes colores puesto que yo quería un establecimiento que resultara más femenino que masculino. Un espacio propio.

—Uff. —Sabiendo que estaba conteniendo una maldición, lo vi fruncir el ceño profundamente antes de rebuscar en sus bolsillos infructuosamente y mirarme con cierta pena.

—¿Un pañuelo? —Levantando las cejas con cierta burla, me reí antes de sacarme un pañuelo de la manga del vestido y extendérselo.

Era el quinto que le daba ese mes y el tercero que no recuperaba. Los primeros dos me los había devuelto limpios, doblados y bordados, cortesía de Ibetta, su madre, pero los otros tres no habían vuelto a mí y yo no había preguntado. A cambio, había obtenido una pequeña florcita, como si hubiéramos hecho un intercambio.

Tenía pañuelos de sobra y no me importaba si se los quedaba o si se los olvidaba, después de todo, la situación de la señora, tal como había podido comprobar luego de una tercera visita a la casa del joven de ojos rojos, era bastante precaria.

—Gracias. Se lo devolveré. —Frotándose la nariz, medio sonrió y yo le devolví el gesto sabiendo que el pañuelo no volvería.
Si mi madre estuviera presente, pondría el grito en el cielo, y es que una prenda tan íntima como un pañuelo no debía ser regalada casualmente a nadie que no fuera mi esposo y, sin embargo, no me importaba mucho.

—Es bastante impresionante, ¿no? —Le pregunté cuando vi el precioso borde de flores de color suave que habían sido pintadas en las columnas.

—Lo es ahora que está en proceso, debería imaginarlo cuando esté terminado y lleno de gente. —Sonriendo abiertamente, se puso las manos detrás de la nuca— ¿Ya le ha dicho al señorito que venga a ver? Si no lo hace ahora, sin duda no podrá apreciar el trabajo que está haciendo.

—…sí… —Sintiendo que la curva sobre mis labios se desvanecía, me vi en la obligación de presionarme a seguir sonriendo. Alexandre y yo habíamos progresado mucho en nuestra relación y me sentía contenta con eso, porque significaba que nuestro matrimonio no sería un incordio, pero a veces… solo a veces, sentía que lo molestaba— Ya vendrá.

Afirmé y rogué porque fuera cierto, puesto que no era la primera vez que Belmont preguntaba y sentía que con cada día que pasaba sin venir, era una vergüenza, después de todo, sería su esposa. No era una extraña la que lo invitaba.

AlizeéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora