Treinta

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El fuego crepitaba en la chimenea cuando llegó una carta desde Carmine; Mamá nos invitaba a pasar la primavera allá con motivo de su cumpleaños número cuarenta. Según ella, invitaría a todos los nobles y amigos cercanos; por lo que sería una verdadera falta el que yo no me presentara.

Me reí al ver aquella amenaza adornada por besos y abrazos.

—¿Qué dice? —Alexandre estaba sentado a mi lado con Fleur dormida entre sus brazos; nunca se lo dije, pero yo me sentía desentonar dentro de tanta blancura.

—Quiere que vayamos a su cumpleaños y pasemos la temporada allá.

—Será difícil para mí. —Su expresión decayó un poco y sonreí conciliadora al no saber qué decirle; no había una solución factible. Con su puesto como capitán, era imposible abandonar los deberes porque sí; podía pedirse algunos días, pero, en definitiva, meses no.

—No quiero dejarte solo tampoco. —No quería y no me gustaba cuando Alexandre viajaba o permanecía solo por demasiado tiempo; porque el sentimiento de desconfianza en mi pecho crecía sin que pudiera controlarlo y me sentía mal.

—No puedes dejar a tu madre y yo no puedo dejar el trabajo; por esta vez no será posible. Ve sola.

Las cosas se decidieron de forma rápida y los preparativos se hicieron de igual forma; los baúles con ropa de niños y los vestidos abrigados que no había usado en varios años se modificaron casi a las corridas. El estilo estaba un poco pasado de moda, pero con los ajustes mejoraron mucho; no había tiempo para hacer nuevos.

Como tal, casi un mes después de recibir la invitación, me subí al carruaje junto con dos niños que se mostraban entre confusos y emocionados.

—Ten cuidado. —La advertencia salió de su boca sin demasiado sentimiento; pero la seriedad en su mirada logró conmoverme.

—Sí, no te preocupes. —Miré a los costados luego de contestar y noté que todos estaban ocupados; así que aproveché que nadie nos veía para tomarlo por las mejillas y dejarle un beso—. No me olvides.

—No me atrevería. —Una leve curvatura tomó posesión de su boca, tan impercetible como el rosa en su piel blanca.

Bastian y Fleur agitaron sus manos desde la ventana del carruaje luego de abrazar a su padre; el primero de forma tímida, la segunda como si fuera la última vez que lo fuera a ver.

Por un momento me abrumó un sentimiento de nostalgia que no supe que podría experimentar al dejar la capital; no me había dado cuenta de que ya la había hecho mi hogar y desplazado las verdes colinas por calles empedradas y grandes reuniones.

Las ruedas del carruaje comenzaron a girar y al igual que mis hijos, sentí la necesidad de mirar hacia atrás por la ventana. La figura de Alexandre se hacía más pequeña y lejana, hasta que ya no pudo verse y por alguna razón, me dolió el corazón.

—No me olvides —repetí una vez más para mí y me senté bien. Sabía que era una incoherencia, pero le tenía miedo al olvido, miedo a desaparecer.

Alexandre siempre parecía ocupado, yendo de aquí para allá, a veces con guardias que duraban dos o tres días y en ese tiempo, era como si su existencia desapareciera. Era distinto cuando estaba frente a mí, porque sus ojos me enfocaban; sin embargo, ahora estaría tanto tiempo lejos de su presencia, que temía no tener ni uno solo de sus pensamientos.

«Qué tonta, Alizeé», me reprendí en silencio y ahuyenté esos sentimientos molestos.

Mejor sería concentrarse en lo que vendría.

*

Los caminos que no recorría desde hace siete años se mostraron extraños y conocidos a la vez; las personas que caminaban por las callecitas de los pueblos y ciudades eran diferentes. El reconocimiento de los años pasados me golpeó al darme cuenta que las jovencitas que departían frente a un puesto de joyería, habían sido niñas la primera vez que pasé.

AlizeéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora