Protección para el futuro

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   Estaba anocheciendo, los residentes fueron desapareciendo, volviendo a sus hogares. La ciudad comenzó a iluminarse con la ayuda de unas pocas antorchas y, en las calles principales con objetos mágicos. La guardia del reino se mostraban aún más agresivos, golpeando a la menor provocación y estafando a los borrachos que salían de las tabernas. Los esclavos eran humillados y pisoteados por sus amos, forzados a guardar sus lágrimas para el confort de la soledad y las sombras.

  --Debenos encontrar una posada, mi señor --Dijo Meriel, acompañado de un bostezo ligero, parecía que las prácticas burocráticas la habían fatigado más de lo que pensaba--. Debe descansar adecuadamente para el próximo viaje.

  --Por supuesto --Concordó--, pero primero debo ir a informar al señor Ktegan que hemos aceptado su petición.

Xinia se detuvo al notar un extraño establecimiento: Danza Sureña, tenía por nombre, recordaba que en su ciudad había visto un letrero similar, por lo que la curiosidad la invadió.

  --¿Estás interesada? --Preguntó Gustavo al notar su mirada. Ella negó con la cabeza, volviendo de vuelta a su camino--. No tengo problema en esperar --Sonrió con calidez--, hemos pasado por tanto estos días, creo que te mereces un momento para ti.

  --Lo agradezco, pero prefiero no.

El joven guardó silencio, asintiendo al no encontrar las palabras adecuadas para convencer a su compañera.

Con la compañía de las dos damas, erguidas como una lanza, firmes e imperturbables, llegó a su destino. Gustavo notó que la armadura que anhelaba poseer ya no se encontraba en exhibición, sonriendo al intuir el porqué. Xinia limpió la pintura de guerra de su rostro con un paño seco, quitándose después el objeto de su oído y volviendo a su anterior apariencia.

  --Me gustaba tu anterior peinado. --Le susurró Meriel al oído. Xinia sonrió, apreciando el cumplido.

  --Gracias. --Dijo con un tono bajo.

Gustavo volteó al escuchar los susurros de las damas, pero al no encontrar nada extraño, regresó la mirada ante la puerta de entrada, golpeándola un par de veces sin hostilidad.

  --¡Está cerrado! --Una voz, fuerte y aspera sonó desde dentro.

  --Soy el muchacho que ha venido por la armadura. --Dijo Gustavo con un tono alto.

Se escuchó algo caer, luego silencio y, al paso de cinco segundos, la puerta se abrió.

  --Muchacho. --Palmeó su hombro con alegría, no esperaba verlo tan rápido y, su mal estado estético lo corroboraba.

  --Señor Ktegan.

El hombre asintió, descontento porque lo habían vuelto a llamar "Señor", pero fue solo un instante, invitándole a pasar a él y a sus compañeras con un movimiento de su mano.

El lugar estaba alumbrado por una luz cálida, que le daba al interior del recinto algo de encanto.

  --¡Erin! --Gritó el hombre, miró a su invitado con una sonrisa--. Cómo he prometido, sus armaduras están listas ¡Erin! --Volvió a gritar con ligero enfado.

Se escuchó un ligero golpe, acompañado de pisadas fuertes, proveniente de la habitación superior. Un azote de puerta, pisadas más fuertes, un largo suspiro. Bajo el umbral de la entrada superior, al pie del final de los escalones, una dama, polvorienta, cabellos desordenados, un objeto de cristal sobre su ojo derecho, muy parecido a un monóculo, túnica desgastada y una sonrisa apenada, se presentó.

  --Erin ¿Pero que te ha pasado? --Preguntó Ktegan, confundido y avergonzado--. Ven, baja. Pero deja esos libros arriba. Por los Dioses Erin, no los tires ahí. Ven, tráelos acá. --Alzó los ojos, disgustado, pero no molesto.

El hijo de Dios Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora