El comienzo de la travesía

225 47 0
                                    

   El momento de partida había llegado y, aún con los sollozos silenciosos de la aprendiz de herrero, el hombre de brazos gruesos y barba en trenza no dudó ni por un solo instante. Vestido con una armadura ligera, brazales y hombreras de cuero endurecido, con un hacha de dos manos descansado en su espalda.

  --Aquí tiene la armadura prometida, junto con las monedas faltantes. --Dijo con un tono alegre, entregándole al joven una bolsa de cuero.

  --Gracias. --Sonrió y, aunque estaba deseoso de ponérsela, no lo hizo, sentía que aún no era el momento.

Gustavo se acercó a la salida, dando un poco de espacio a la pareja de maestro y discípulo para su despedida.

  --Erin, mi dulce niña --Acarició su mejilla con amor paternal--, has aprendido mucho, ya no tengo más que enseñarte, es por eso que, aquí, en presencia de mis compañeros, te declaro...

  --Por favor no --Interrumpió. Sus lágrimas habían comenzado a descender, sus labios a temblar, al igual que sus manos--. N-no puede...

  --Erin...

  --Déjeme terminar, maestro --Lo miró con falsa determinación--. Por favor, le pido de todo corazón que me prometa que volverá. --Ktegan sonrió.

  --Por supuesto que volveré ¿No pensabas que te dejaría mi tienda? ¿O sí? Jaja.

  --Jaja, por supuesto que no. --Se limpió las lágrimas con su antebrazo.

  --Es momento de decir adiós, Erin --Acarició su cabeza--. Te pido de favor que en mi ausencia, pongas el nombre de la tienda en alto.

  --Así será maestro.

Ktegan volvió a sonreír y, justo cuando dio media vuelta, su mirada se tornó melancólica, sintiendo un poco de culpa por mentirle a su protegida.

Al salir de la tienda, se dirigieron a las caballerizas públicas, en busca de los caballos anteriormente comprados por el herrero. Los majestuosos animales los esperaban, ya ensillados y, bien alimentados, preparados para un largo viaje.

  --Lo mejor de lo mejor, como usted lo pidió, don Ktegan. --Dijo el cuidador, limpiándose las manos sucias en su mantel de cuero.

  --Gracias. --Arrojó una bolsa de cuero con monedas a las manos del cuidador, quién sonrió de inmediato, pero no las contó, confiaba en el hombre de brazos gruesos.

El trío guardó sus vainas en el equipaje trasero del animal, amarrando con fuerza para evitar un accidente. Al terminar, subieron sin ninguna dificultad, esperando al alto hombre, quién continuaba platicando con el cuidador.

Las puertas se abrieron al mirar el primer rayo del sol en el horizonte. El más famoso herrero de la ciudad y posiblemente del reino estaba preparado para partir y, aunque a los ojos de los guardias era un suceso extraño, no lo comunicaron a sus altos mandos.

  --Qué la luz del Dios Sol ilumine nuestros caminos. --Se susurró. Aunque no era un fanático, ni ferviente creyente, sabía que una bendición antes del viaje daba buena suerte, una que necesitaban más que nadie, porque su destino final era todo, menos seguro.

∆∆∆
La luz del sol alumbró la habitación, el frío fresco de la mañana provocó que el individuo en la cama se hiciera bolita, temblando con ligereza. Las aves cantaron, un ruido que armonizaba con el tranquilo ambiente, mostrándole a los aún durmientes que el día había comenzado.

  --Uugt --Abrió la boca, bostezando y, abriendo con lentitud los ojos, estiró ambos brazos, moviéndose por la cama con mucha lentitud--. Que sueño... --Volvió a bostezar.

Levantó el torso, acercándose a la orilla de la cama y quitando las pieles que tenía en el cuerpo. Caminó ante una mesa de madera, sujetando el recipiente con agua, se sirvió en una taza de algo parecido a la plata y bebió, refrescando su garganta. Golpeó la puerta de la entrada, no pasaron ni diez segundos cuando una dama de aspecto delicado entró.

  --Bonita mañana, Su excelencia. --Hizo una reverencia con respeto.

  --¿Ya fue forjada mi espada? --Preguntó, su mirada no era para nada cortés, su postura era hostil, con una ligera mueca de disgusto.

  --Lo siento, Su excelencia, no lo sé.

  --¿Qué no lo sabes? --Se acercó, colocando su mano en su mejilla, con la advertencia que se podía dirigir a su cuello--. Fue la única tarea que te encomendé, no tenías algo más que hacer aparte de tus obligaciones conmigo... Hay suficientes sirvientas en el palacio con las que te puedo remplazar --Liberó una pizca de su energía de guerrero, pero para la dama, quién no entrenaba su cuerpo, ni mente, fue suficiente para hacerla jadear, impidiéndole respirar por un breve instante--. Te acepté por una petición personal de tu padre, pero si no puedes cumplir con ninguna de mis exigencias, será mejor que te retires. --La energía de guerrero volvió a su cuerpo y, en el mismo momento quitó su mano del rostro de la dama, volteando con una mueca de disgusto.

  --Su excelencia...

  --¿Aún sigues aquí? --Dio media vuelta, dirigiéndole una mirada fría-- Te ordené que retiraras.

  --Con la posibilidad de hacer enojar aún más a Su excelencia, debo pedir que me perdone. Incumplí con su orden y debo sufrir un castigo, pero por favor, no me remplace. --Bajó el cuerpo, arrodillándose con la mirada apuntando al suelo.

  --¿Castigo? Jajaja, que buena broma --Comenzó a reír--. No resistirías un castigo mío.

  --Puedo soportarlo, Su excelencia, lo sé. --Observó a los ojos del joven hombre, de manera retadora y humilde.

  --Bonitas palabras --En un solo movimiento se acercó a la dama arrodillada, sujetándola del cuello y haciendo que se levantara de manera abrupta. Ella jadeó, sus mejillas se enrojecieron y, abrió los ojos por la sorpresa, pero no intentó liberarse con sus manos--. Pero solo son eso, palabras --La soltó, dejándola caer al suelo. La dama tosió y se sujetó el cuello, pero no retrocedió, ni observó con odio o miedo al joven enfrente suyo--. No pierdas mi tiempo, niña. No necesito a mi lado a alguien incapaz.

  --Hice un juramento y, pienso cumplirlo, Su excelencia. --Se levantó con dificultad, aún sobándose el cuello con sus manos.

  --Je --Sus comisuras se alzaron--, olvidaba el lema de tu casa --Su sonrisa se apagó--. Conocí hace poco a una dama con un pensamiento similar al tuyo, solo que ella, a diferencia de ti y, aún con lo fastidiosa que era, su palabra y dedicación al servir era genuino --Suspiró, sintiendo un ligero malestar al observar a la dama--. Ahora mismo has roto tu juramento, te ordene que te retiraras y no lo hiciste ¿Cómo funciona tu lealtad? Porque no lo entiendo.

  --Permanecer a su lado, sirviéndole, ese es mi juramento, Su excelencia. Aún cuando usted me expulse de mis obligaciones, seguiré, aún cuando me lastimé, seguiré, aún cuando me amenacé, seguiré. Porque soy una Jirtar y, los Jirtar no rompen sus juramentos. --Dijo con orgullo, golpeando su pecho al final de su discurso.

El joven volvió a suspirar, negando con la cabeza un par de veces al tener una idea que no lo convencía por completo.

  --Detesto cuando la gente inventa demasiado para convencerme, pero después de mi viaje no deseo que me llamen inflexible e inclemente --Exhaló con fuerza, alzando las cejas--. Yo, Herz Lavis Urmic, acepto tus servicios como mi sirvienta personal, Zaeye Jirtar. Al menos hasta que me fastidies. --Dijo sin gana, reiterando el juramento. Era una costumbre y la respetaba, pero era de mañana y había recibido una noticia poco agradable, por lo que su humor era entendible.

  --Gracias, Su excelencia --Se arrodilló con rapidez, mostrando sus palmas al techo--. Le prometo que no le defraudaré.

  --Eso dijiste la primera vez.



El hijo de Dios Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora