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Hay instantes donde a la vida le gusta revolver todo, de repente ni el nombre es posible recordar

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Hay instantes donde a la vida le gusta revolver todo, de repente ni el nombre es posible recordar.

Camila supo que así se llamaba porque así lo decía su carnet de identidad, es decir, medio carnet de identidad.

Pero vamos, ¿dónde estaba el principio de la historia?

Es que no había.

Despertó agitada, extraña, confusa, con una luz suave y cálida en el techo, una cama fría y cortinas azules. De la nada una voz femenina le decía «Hola, hola, soy Alisa, por favor respira con calma, tranquila». Eran como palabras extrañas para ella.

―¿Qué... qué —con una garganta seca y lengua trabada, intentaba completar la pregunta—, dónde...? —sentía los párpados pesados.

―Por favor, intenta respirar con calma —insistía Alisa, metida en un traje de dos piezas impecablemente blancos—, estás en el Saint Peter Hospital, llegaste inconsciente, llevas casi dos días en cama. Estamos en la sala de emergencias. Déjame ayudarte a recostarte. Así está mejor.

―¿Qué pasó? —y se sacó fastidiada el respirador de la nariz.

―Llamaré al doctor, enseguida regreso.

Se encontró vistiendo un pantalón negro, sucio a nivel de las rodillas y una blusa de seda celeste, caía por sus muslos una cobija blanca. Sus oídos empezaron a captar de a poco el murmullo tras las cortinas deslizantes.

A su auxilio estaba un vaso de agua en una mesita blanca, y le supo exquisita, tomándosela toda.

Aún no entendía dónde estaba a pesar de haberlo escuchado de boca de la mujer, quien regresaba enseguida con el médico.

¡Hey! Qué bueno verte despierta. ¿Podemos conversar un poco?, ¿me permites por favor revisarte un momento? —y ya se descolgaba el estetoscopio y ponía frente a sus ojos una pequeña luz fugaz en cada uno—. Soy el doctor Chris Myers. Entiendo que estés confundida por tu expresión. ¿Sientes algún dolor?

―Me duele la cabeza —dijo en un susurro.

―¿Me puedes decir tu nombre?

De nuevo era una palabra extraña. Su cabeza estaba envuelta en pequeñas escenas que no lograba divisar completas. Su dolor de cabeza pasó a ser dolor de pecho, sus latidos se aceleraron a medida que intentó buscar un nombre que la representara.

―No..., no sé... yo... no recuerdo... ¿qué me pasa?, —y asustada, sujetaba su frente con una mano— ¿por qué?, ¿qué...?

―Está bien. Te lo explico; sufriste un golpe en la cabeza, suponemos que fue una caída, no habías despertando desde entonces, y presentas una pequeña inflamación externa, no es grave, pasará con los días. Por favor, tómate unos minutos. Alisa, por favor, ayúdame con un poco de agua con azúcar—solicitó al ver el vaso vacío.

―¿Qué fue lo que pasó? Yo... estaba... en una parada de autobús, creo...

―¿Recuerdas algo más?

―Yo... no lo sé... —a medida que las preguntas avanzaban, se helaba más, ¿cómo era posible estar tan confundida y en blanco? No entendía.

―Llegaste inconsciente, con un golpe en la cabeza en tu lado posterior. No tenías ningún otro signo de violencia. Además, encontramos... —y el médico frenó su relato, reacomodando sus hombros. Alto, de cabellos abundantes y negros. Una mirada analítica y oscura, cruzaba por las facciones de la enferma, buscando alguna respuesta ante lo que diría— indicios de una sustancia alucinógena en tu sangre.

A lo que ella no atinó más que mirarlo con susto y soltar un leve: «¿Qué?».

―Escucha —continuó calmado, inhalando una vez—, atendemos muchos casos de esta índole a diario. Podemos ayudarte si estás pasando por algún tipo de adicción. Y por favor, no me enciendas los ojos así, es parte del protocolo. En el caso que me equivoque, sería de mucha ayuda si nos contaras un poco más. No tenemos información más que tu llegada a secas y unas pocas de tus pertenencias en un bolso —y asomaba Alisa con el encargo, entregándole a una absorta enferma—. Alisa, te molesto de nuevo, ¿podemos traerle sus cosas a la paciente, por favor?

―Enseguida, doctor —y se marchaba.

―Tu amnesia —proseguía el hombre— es algo que entra en lo que podríamos esperar después de tus exámenes por dos razones, una, como te comentaba, el golpe pudo ser quizá muy fuerte, dos, hay alucinógenos que, administrados en altas dosis, logran desestabilizar la memoria de corto y largo plazo de las personas. ¿Recuerdas a alguien a quien podamos llamar? Aún no hemos localizado a nadie —y ya entraba la enfermera de estrictos cabellos cortos y rubios pegados al cuero cabelludo con fijador, con un bolso naranja de cierre y correa larga, espacioso y holgado, un poco estropeado con tierra.

―Señorita, esto tenías al momento de ingresar a emergencias.

―¿Puedes revisarlo, por favor? —instó el doctor.

Quizás ella estuviera entendiendo otro idioma que no fuera inglés, todo aquel relato le parecía ajeno y confuso.

Buscando sin saber exactamente qué, reconoció su monedero, un pequeño perfume, llaves, un labial y espejo.

―No encontramos ningún celular, señorita —hablaba una Alisa que la miraba con tristeza. ¿Qué le harían a una mujer joven para estar ahora sola y sin recuerdos?

―Yo... —y una imagen borrosa aparecía por su mente—, yo tenía uno.

Enseguida los tres se vieron distraídos ante una imponente voz femenina cerca de la entrada. Una mujer corpulenta regañaba a su hijo de tres años, mientras le quitaba de sus manos una tijera y lo que parecían, documentos de identidad trozados.

Alisa, presta y ágil, llegó a ellos en un corto momento, encontrando apenas partes de dos tarjetas de crédito y un carnet con el nombre a medias.

El niño, inquieto, sonreía travieso en respuesta al preguntarle sobre la ubicación de las demás partes. Terminó alzando sus hombros. Otra enfermera apareció a paso apresurado, retrasada ante la escena.

―Jefa, disculpe, yo estaba cuidando las cosas —y explicó ahogada—, recibí una llamada del doctor Smith y cuando lo vi ya había tomado unos documentos de la señorita que llegó anteayer, lo vi jugando con los trozos y no sé... yo...

―Suficiente, Marie —la interrumpió—, sí te vi hablando por teléfono cuando tomé el bolso. Ahora por favor busca esos trozos que faltan, debimos revisar esos documentos desde que llegó, solo buscamos su celular —se lamentaba, y Marie dio media vuelta, obedeciendo enseguida.

―Discúlpenme por favor —terciaba la madre con el travieso en brazos—, debí estar más pendiente del niño. Lo lamento tanto.

―Por favor, este es un hospital, vigile mejor a su hijo.

―Discúlpeme, discúlpeme —y roja de la vergüenza se retiró.

Así pudieron descubrir que, en una billetera carente de dinero en efectivo, prevalecían un par de cupones del supermercado, dos tickets de gasolina, dos tarjetas de crédito con los cuatro últimos números a la vista, y un carnet de identidad donde se leía Camila B, nacida en el año noventa y tres, un seis de octubre, originaria del propio Londres.

Ante el ceño fruncido y mirada perdida de la joven, suponía ya el médico con sus casi cuarenta años, que estaban ante un caso en un desierto: con muchas preguntas y nadie que lograra responderlas.

No había mucho que pudieran hacer por el momento másque tenerla en observación un día más, darle un poco de espacio y estarpendientes de sus recuerdos, porque al pensamiento del doctor Chris, si no selograba defender, se complicaría con la policía que no tardaría en llegar.

Ya no quiero rosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora