Siete

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El último timbre sonó, y Dolores respiró aliviada

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El último timbre sonó, y Dolores respiró aliviada. Había sido un día muy largo, empezando con Mauro y la disputa del auto, y coronando la jornada con la sorpresa de que su jovencito de ojitos ámbar era su alumno.

Y si terminaba sus estudios en esa institución, también sería su profesora el siguiente año.

Saludó a su último curso y se dirigió a la salida con pasos apresurados, tenía miedo de volver a encontrarse con Emiliano.

Pero al llegar al coche, ya con solo ver la llanta que él había cambiado al final de la tarde, recordó toda la jornada escolar en una fracción de segundo. Una sensación de vacío la inundó, pero era distinto al que sintió el viernes al salir del departamento de Mauro, con el corazón hecho trizas. Era un sentimiento de renuncia, de aceptación. Lo mejor era olvidarse de Emiliano y poner el foco en rehacer su vida.

Revisó que en el cordón que no haya otro pedazo de metal, y se introdujo en el vehículo dispuesta a marcharse. Condujo una cuadra por avenida Rivadavia y ahí lo vio, en la parada del colectivo sentido al este. Pasó junto a él, quien la miró con resignación.

Y no pudo contenerse.

Frenó el auto y retrocedió con cautela, cuando el vehículo quedó a su altura, bajó la ventanilla del acompañante y esperó a que se arrime. Ya conocía el auto, no necesitaba identificarse.

—Subí que te llevo.

—¿Segura? —preguntó desde el cordón de la vereda.

—Por algo frené.

Sonrieron al unísono, y Emiliano subió antes de que ella se arrepintiera de lo que estaba haciendo.

—Veo que cambiaste de opinión. —Comenzó a charlar—. Me alegra, no voy a mentirte.

—De alguna manera tenía que pagarte el favor de hoy, yo hubiera hecho un desastre cambiando la rueda —bromeó—. ¿Hasta donde vas?

—Almagro, acá nomás. Seguí por Rosario y cruzá avenida La Plata, yo te digo en qué esquina me bajo. No te estás desviando de tu ruta, ¿no?

—Ya me pasé —confesó.

—Dolly, no era necesario que te molestes.

—No es molestia, quería hacerlo —afirmó convencida.

—Igual... No hicimos mucho recorrido y me decís que te pasaste. ¿No vivís demasiado cerca como para venir en auto? Digo... Tenés el subte o colectivo.

—Puedo ir caminando si quiero, pero es mi primer día con el auto y quería usarlo.

—¿Lo compraste hoy?

—Digamos que sí... —respondió ladeando la cabeza hacia los lados, no del todo convencida con sus palabras—. Se lo saqué a mi ex, nos separamos el sábado. Lo compramos entre los dos, y como también me debía la plata que invertí en nuestra fallida boda, me lo llevé para quedar a mano. Espero que eso también responda tu pregunta.

—Guau... Ahora me cierra todo. Hay que ser desgraciado para atreverse a dejar una mujer como vos. Acá está bien. —Cambió rápidamente de tema porque no quería perder ese pequeño avance—. Vivo acá a la vuelta, puedo caminar.

Dolores hizo caso omiso y dobló en la esquina que Emiliano le señaló. Por alguna extraña razón quería saber más de él, donde vivía, cómo era su barrio, si tenía llaves o tocaría el timbre para que alguien le abra la puerta.

Pero lo que más esperaba, era ver si se atrevería a invitarla a pasar, aunque tuviera que rechazar la propuesta.

—Es acá —indicó algunas cuadras después, casi llegando a avenida Rivadavia—. Gracias por traerme Dolly.

—No es nada —desestimó con un gesto de su mano sobre el volante—. Favor pagado, y además así me voy acostumbrado a manejar, que no lo hacía hace mucho.

—No tenías que pagarme nada, lo hice con mucho gusto. Y lo volvería a hacer si me lo pidieras. —Silencio incómodo para Dolores mientas Emiliano la observaba con devoción, o tal vez lástima, pensó por un momento—. ¿La veo mañana, profesora?

—Sí, eso creo. Al menos en los pasillos nos vamos a cruzar, supongo.

Dolores se llevó un mechón de cabello tras la oreja, llegaba el momento de la despedida y no sabía cómo proceder. Pero los segundos pasaban, y Emiliano ni se bajaba ni amagaba a despedirse. Lo miraba de reojo mientras buscaba alguna manera de cortar el incómodo momento.

—No me mires así —advirtió con algo de gracia—, ya sé que es tarde, te tenés que ir... El problema es que... —Emiliano se frotó la cara con ambas manos, frustrado—. Nada, no me hagas caso. Gracias de nuevo, te veo mañana en el colegio.

Emiliano depositó un beso en la mejilla de Dolores, y se bajó del auto sin decir más. Dolores lo observó acercarse a una vieja casa de puertas altas, tocó el timbre y aguardó a que le abran con los pulgares en los bolsillos y la cabeza gacha. Segundos después, un adolescente que parecía una miniatura de Emiliano, abrió la puerta y él le revolvió el cabello antes de ingresar a la vivienda sin mirar atrás.

El corazón se le estrujó cuando se quedó completamente sola en esa desolada calle de Almagro. Todo lo que no le había dicho de su boca al bajar, lo expresó con el cuerpo ese segundo que esperó a que le abrieran la puerta.

Era hora de reconocer que ambos se atraían, pero que no podían hacer nada mientras sean profesora y alumno.

Era hora de reconocer que ambos se atraían, pero que no podían hacer nada mientras sean profesora y alumno

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