Veintiséis

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Habían pasado algunos minutos de la medianoche cuando Emiliano entró al bar de Hermenegildo

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Habían pasado algunos minutos de la medianoche cuando Emiliano entró al bar de Hermenegildo. Quería esperar a que su madre se durmiera, creyendo que esa sería otra de las noches en que no volvía por quedarse en el departamento de Dolores. No quería hablar del rompimiento, si lo veía llegar en ese estado era una conversación obligada que no tenía ganas de afrontar.

—Emito... ¿Qué haces acá tan tarde? ¿Y esa cara? ¿Pasó algo con tu chica?

—Herme... No quiero hablar de eso, no te enojes, pero necesito estar solo. Traeme una botella de tequila.

—Ay, muchacho... —suspiró—. No necesito que me expliques nada. Ya te la llevo.

Emiliano se desplomó en la misma mesa que elegía siempre que iba con Dolores a tomar un café. Hermenegildo trajo el tequila, una pequeña copa, limón y sal, pero él hizo todo a un lado y tomó la botella por el pico. Bebió y bebió en silencio, tratando de buscar la mejor manera de arreglar lo que ya se había roto para siempre.

Por más que superaran ese malentendido, nada borraría de la memoria de Dolores el momento en el que lo vio besándose con Sandra.

Pasadas las dos de la mañana, ya solo quedaba Emiliano en el bar, y Hermenegildo no tenía el corazón tan frío para decirle que ya quería cerrar. Con todo el dolor del mundo, tomó el teléfono y llamó a Fernanda. Lamentaba mucho tener que volver a llamar a la mujer, pero más lo lamentaba por el hecho de que debía llamarla por su hijo.

—Hola, ¿Fernanda? Espero que te acuerdes de mí.

¿Hermenegildo? Sí, sí, claro que me acuerdo de vos. No me digas que apareció Carlos.

—No... Es Emito. Es mejor que vengas por él.

¿Le pasó algo? Herme, no me asustes —se desesperó al otro lado del teléfono.

—No, está bien. Solo está muy borracho, no quiso decirme, pero presiento que algo pasó con su Lolita.

Voy para allá.

La mujer colgó el teléfono, y cinco minutos después estaba en el bar. Hermenegildo le regaló una mirada apenada, que ella solo respondió negando con la cabeza. Se acercó hasta la mesa de su hijo, quien para ese momento de la madrugada ya lucía demacrado, con sus ámbares enrojecidos por el alcohol y el llanto.

—Hijo... —Emiliano levantó la cabeza y la observó desorbitado—. ¿Por qué me hacés repetir la historia de tu padre?

Emiliano no respondió, volvió a mirar un punto en el vacío mientras bebía otro trago, y sintió vergüenza por el comentario tan preciso de su madre. Se puso de pie, tambaleándose, sacó un par de billetes, y se acercó hasta la barra, desde donde Hermenegildo contemplaba la escena en silencio.

—Si te debo algo, después te pago —balbuceó—. Me llevo la botella.

Emiliano alzó la botella a modo de saludo mientras trataba de mantener el equilibrio, pero su madre, parada tras él, se la quitó de las manos y la dejó sobre la barra.

Recreos en el jardínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora