Y entonces, ¿dónde estaría? O más exactamente, ¿qué clase de mujer sería? Con toda seguridad no la que se había pasado treinta años mirando en el espejo.
Entonces, otra vez, volvió a tener problemas consigo misma...
Lentamente se retocó el lápiz de labios, encontrando terriblemente sensual el sedoso tacto con el que se deslizaba sobre su boca. Apretó con fuerza los ojos. Aquello estaba yendo demasiado lejos. Cuando a una mujer le parecía sensual su propio lápiz de labios, estaba remetida en un buen lío.
Poncho pensaría que era la mujer más ligera de cascos que había sobre la faz de la Tierra. Poncho...
-¿Estás lista? -le preguntó May mientras cruzaba los brazos y comenzaba a golpear el suelo con el pie.
Dulce se metió el lápiz de labios en el bolso. Suponía que ya había hecho todo el tiempo que le resultaba posible. Había accedido a salir aquella noche con May y Any. Sólo tenía que aguantar el tiempo que le quedaba. Miró el reloj. Sólo deseó que fuera mucho más tarde de las nueve.
-¡Esta por los jugadores de hockey! -brindó May, una hora más tarde. Luego, bajó la voz y añadió en un susurro-:Y por sus grandes... palos.
Dulce parpadeó y se metió su pelirrojo cabello detrás de la oreja. Se sentía como si tuviera la cabeza llena de algodón y las extremidades le pesaran mucho. Si no se equivocaba, su amiga acababa de hacer referencia al equipamiento íntimo de los jugadores de hockey, aunque no la sorprendía.
May se las arreglaba para meter el tema del sexo en cualquier conversación.
Repitió mentalmente la palabra. Sexo, sexo, sexo, sexo. Sonrió. La magia del alcohol parecía haber apagado el fuego que ardía en su cuerpo. Si tenía suerte, aquellas sensaciones tan poco familiares habrían acabado para siempre.
-Dulce, has tirado la bola -la acusó May.
¿Bolas y palos de hockey? Dulce arrugó el rostro. Entonces, abrió la boca para corregir la metáfora, pero no consiguió hacerlo. En vez de eso, se acomodó un poco más en su asiento y levantó su copa. Luego, esperó a que sus amigas hicieran lo mismo.
-Por el hockey... Eh, un momento. ¿No hemos brindado ya por los jugadores de hockey?
May no contestó, dado que en aquel momento pasaban tres hombres al lado de la mesa. Eran lo que a May le parecían macizos, lo que algunas veces incluía a hombres que tuvieran menos de cuarenta años y que pudieran mantenerse económicamente. Aquellos hombres no eran el tipo de Dulce. Eran demasiado musculosos, demasiado pagados de sí mismos... Ella prefería a un hombre que supusiera un desafío, un hombre cuyos criterios personales con referencia a las mujeres fueran más allá de lo de «respirar».
May hizo un rápido movimiento con los ojos y exhaló un gruñido de placer.
-Sí, ya hemos brindado por los jugadores de hockey. Tres veces. En primer lugar, por sus suaves movimientos.
En segundo lugar, por las grandes copas que les dan. En tercer lugar, por sus grandes palos. Viviendo en Nuevo México, donde los jugadores de hockey son una rareza, no te estarás quejando, ¿verdad?
Dulce miró a su alrededor. Aquel club estaba situado en uno de los mejores hoteles de Albuquerque y estaba repleto de un equipo de hockey de Los Ángeles que había ido a la ciudad para jugar contra una selección de jugadores de Nuevo México. En el momento en el que May se había enterado de aquello, el lugar en el que iban a celebrar la despedida de soltera de Dulce había estado más que elegido. No había habido nada que Any o ella pudieran hacer para conseguir que cambiara de opinión. Por consiguiente, las tres habían reservado tres habitaciones que se conectaban entre sí en el séptimo piso del hotel y se habían dirigido al club para «empezar la fiesta», tal y como May lo había definido.
-Entonces, por los jugadores de hockey –dijo Dulce, mientras golpeaba su copa suavemente contra la de sus amigas. A continuación, tras lamerse la sal que tenía en el reverso de la mano, se tomó de un trago el fiero líquido y luego tomó una de las cuñas de limón que había encima de la mesa.
Dulce se estremeció. Nunca había sido una gran bebedora. Se había tomado de vez en cuando una cerveza, una copa de vino, pero nunca nada tan fuerte como el tequila.
Sin embargo, aquella era la última noche que iba a salir con sus amigas antes de convertirse en una mujer casada, y había accedido a dejarse llevar por May y Any. Sólo deseaba que hubieran elegido algo con mejor sabor que el tequila...
-¿Quién dijo que esto se hacía más fácil después de la segunda copa?
-Lo dije yo. No sé... Tal vez sea después de la tercera... ¿Cuántas nos hemos tomado ya? Tienen que ser más de tres... Estoy segura de que entonces se hará más fácil -dijo Any Puente, que era la más joven de las tres.
-Mientes muy mal -comentó Dulce, inclinándose sobre el brazo de su amiga-.Tal vez sea esa la razón de que todavía no te hayas casado.
-Sí, bueno -replicó Any-, probablemente tú tampoco te fueras a casar si siguieras viviendo bajo el mismo techo que tus padres. ¿Cómo va a conseguir una chica que un hombre se fije en ella viviendo en ese ambiente? En cuanto a mi incapacidad para mentir, esta mañana conseguí que me quitaran una multa de tráfico. Le dije al policía que llegaba tarde a una cita en los juzgados, pestañeé un poco y conseguí que hiciera pedazos la multa.
-Eso es porque eres muy mona, especialmente cuando mientes –comentó May. Any miró a Dulce para que la apoyara.
-Lo siento, niña. Tiene razón. No sabrías mentir bien ni para salvarte la vida -afirmó Dulce. Any sonrió.
-Creo que tenéis razón, pero ¿cuándo vais a dejarme de llamar «niña»?
-No lo sé -respondió Dulce, tomando una patata frita-.Tal vez cuando dejes de vivir con tus padres.
May tomó los vasos y comenzó a llenarlos.
-También tendrás que compensar los cuatro años que eres más joven que nosotras -comentó esta-. No lo olvides.
-Entonces, en una palabra, la respuesta es «nunca» -suspiró Any-. Bueno, la verdad es que no estaría en la casa de mis padres si no fuera por vosotras dos. Si no me hubierais llamado hace seis meses para proponerme que regresara y me pusiera a ejercer con vosotras y el infame Bartolomew Lomax, seguiría viviendo en Los Ángeles, en mi precioso apartamento de Redondo Beach. No todo el mundo tiene el dinero con el que naciste tú, Dulce, ni se gana la vida dejando en libertad a asesinos en serie como tú, May. Yo me he pasado dos años manteniendo limpias las calles de Los Ángeles trabajando en la oficina del fiscal del distrito.
-Y no haciendo nada mientras tanto -añadió May, mientras colocaba un vaso delante de Dulce y otro delante de Any.
-Sí, claro. Precisamente esa es la razón por la que tengo que vivir con mis padres hasta que empecemos a tener beneficios -replicó Any, mientras levantaba la copa-. Por el éxito.
May hizo lo mismo.
-Por los jugadores de hockey... y sus firmes traseros.
Dulce se echó a reír y levantó su copa.
-Por el amor.
Any y ella empezaron con el proceso de lamer la sal, tomarse la copa de un trago y chupar el limón. Entonces, se fijaron en May, que se había quedado completamente inmóvil, con la copa en el aire.
-¿Qué es lo que pasa? -le preguntó Dulce.
ESTÁS LEYENDO
Amante desconocido ***HOT***
RomanceDulce Espinoza siempre había tenido unas fantasías maravillosas. El problema era que esas fantasías jamás se habían acercado a la realidad... Hasta que se encontró a solas en un ascensor con el sexy Christopher Uckermann. Sin embargo, había otra cos...