Capítulo Uno: Jugar a la traición

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Cuatro días desde la desaparición de Dianora.

Paolo no responde sus llamadas. Ella suponía que era por el número con el que buscaba contactarlo. Debía de parecerle extraño que un desconocido lo esté llamando a cada instante, por lo menos cuando ella tenía libre.

De todas formas, por muy desconocido que fuera, se le hacía de mal gusto que en una emergencia podría terminar muerta o secuestrada —literalmente—, porque su primo no respondía el teléfono. Estaba segura, sin contar que no respondiera, que Erick no le había contado nada todavía —esperaría, mínimo, cinco días para hacerlo—, por lo que hubiera preferido tener la posibilidad de hablar con él sin revelar con quiénes y en dónde se encontraba; así no se preocupa de su ausencia virtual. O al menos quería intentar que no se preocupara más de lo que ya estaba.

Dejando el móvil sobre la cama, se levanta y se calza los zapatos deportivos. Había dormido solo tres horas la noche anterior, despertando a medianoche con la certeza de no volver a pegar ojo. Hizo ejercicio, tomó una ducha, leyó los primeros capítulos de un libro que Xavier le había prestado... Nada de lo que intentó la hizo querer dormir de vuelta, por lo que terminó a las dos de la mañana en el campo con un balón de fútbol a sus pies. El reloj junto a la puerta, que colgaba de la pared blanca, ponía que eran las cuatro y cincuenta minutos, lo que decía que había pasado dos horas y media entrenando.

Se acerca al tocador soltando un bostezo y tomó la pequeña caja rectangular que Xavier le había regalado cuando le dijo lo que querían de ella. De eso hace dos días y hasta ahora tuvo la valentía de ponerse esas lentillas.

Al levantar la mirada al espejo frente a ella, dejó de moverse. La tarde pasada, Dianora había decidido teñirse su cabello de rojo y cortarlo hasta los hombros. Hasta ahora notó lo diferente que se veía, mucho más con el lente de un color azul que se puso en el ojo derecho, reemplazando su color avellana. Parecía una chica misteriosa con heterocromía. Ni siquiera ella misma se reconocía, ¿lo harían los del Raimon?

Soltó un suspiro.

Dejarse crecer su cabello hasta la cintura era una decisión que había tomado después de la muerte de su madre. Una forma de estar más cerca de ella, además del fútbol. Pero cuando le dijeron que debía de tener un cambio en su apariencia, ella no se lo pensó dos veces y decidió cortarlo. No solo la hacía recordar a su madre, sino también a la chica insegura que quería dejar atrás. Estaba segura de que seguía ahí, en algún lugar recóndito de su mente, pero no permitiría que frustrara su objetivo.

Terminó de colocarse las lentillas y salió de la habitación que le fue asignada, recorriendo el pasillo hasta la cocina, donde no le sorprendió encontrarse con la ausencia de los demás. Había descubierto que no eran muy madrugadores.

Se acercó hasta el microondas y comprobó que la cena que no quiso anoche siguiera ahí guardada. El plato seguía ahí, por lo que encendió el aparato para calentarla.

Apoyó sus manos en la encimera y soltó un bostezo. Todavía no se acostumbraba a lo que sería su nueva vida de tiempo limitado y no creía llegar a hacerlo. Experimentos, pruebas y revisiones habían sido su pan de cada día en esos cuatro que habían pasado desde que Ray Dark mandó a llevársela. Era realmente agotador.

Pero solo debía aguantar una o dos semanas. Probablemente más, probablemente menos. Todo dependía de encontrar lo que estaba buscando. Recuperaría su libertad y la de esos chicos brasileños.

Solo tienes que hacer un par de cositas para mí y podrás irte.

Esas palabras eran un dejá vu que ya había vivido en una ocasión y no tenía pensado volver a caer en esa trampa. Ahora será ella la que guiará las piezas del ajedrez. Le enseñaría a Ray Dark, y a la persona detrás de él, que el motivo por el que se ganó el nombre a la mejor estratega de Italia no era por Paolo.

Por muy doloroso que fuera lastimar a los que quería.

Debía conseguirlo.

El pitido del microondas la trajo devuelta a la cocina, haciéndola notar del fuerte agarré que mantenía en los bordes de la encimera.

—¿Despierta tan temprano?

Dianora no tuvo que voltearse para reconocer al que habló.

—Xavier —pronunció como saludo, sin ganas de añadir nada más. Sacó el plato de spaghetti y lo dejó sobre la encimera para poder ir a buscar un tenedor y su bebida matutina.

—¿Por qué no tomas palillos? —cuestionó el chico detrás de ella.

—Tanto tiempo comiendo con cubiertos allá en Italia hizo que me volviera torpe con ellos —explicó pasando por su lado para salir de la cocina e ir a otra habitación conjunta, donde se encontraba el comedor—. Prefiero ahorrarme la vergüenza —continuó, consciente de que el chico la había seguido.

En cuanto tomó asiento frente a su plato, el de pelo rojo y lacio, con la piel extremadamente pálida, lo hizo en la silla frente a ella. Sus ojos verdes esmeralda la analizaron con curiosidad.

—Por fin decidiste ponerte las lentillas.

—Sí —asintió ella, terminando su primer bocado—, me gustó el color.

Había mentido, detestaba el color porque no era el suyo de verdad, pero eso él no tenía que saberlo.

—¿Cómo estás llevando lo del néctar?

Soltó una risa amarga cuando tomó el vaso y miró el líquido transparente de su interior, pero que a la vez parecía tener un color plateado.

—Lo mejor que puedo —respondió dejándolo devuelta junto a su plato—. Lo único que importa es que ya no tengo ningún efecto secundario al entrenar. La hipótesis del doctor era cierta.

—¿Podrás dejarlo algún día?

—Esperan que sí. Sería un problema que una de sus armas termine por no servir según lo planeado.

Tomando otro bocado de lo que es su desayuno, notó como la seriedad inundaba su rostro, sus ojos transmitiendo una madurez que todavía no tenía idea de dónde provenía.

—Necesitamos hablar, ¿A qué hora verás al doctor? —preguntó él.

—Se supone que después del desayuno. Lo que vendría siendo en dos horas.

—Entonces hablaremos después, donde siempre.

Se levantó y salió de la cocina, dejándola terminar tranquila su desayuno, solo que el siguiente bocado tenía un sabor amargo.

***

Cuatro días antes

El estruendoso sonido de unas hélices en movimiento fue lo primero que escuchó cuando despertó. Intentó abrir los ojos, pero los sentía demasiado pesados. Cuando lograba hacerlo, la luz que se filtraba le ocasionaba una punzada de dolor, por lo que terminaba por cerrarlos nuevamente. Pero tenía que hacerlo, tenía que saber dónde se encontraba, donde la estaban llevando.

—Es mejor que no abras los ojos —una voz masculina habló, le era reconocida, pero Dianora estaba demasiado aturdida como para intentar ponerle un rostro a la persona—. Temes a las alturas, hija.

La oscuridad volvió a ella sin su permiso, ocasionando que las palabras que el hombre dijo se desvanecieran hasta convertirse en nada.

𝐃𝐄𝐂𝐈𝐒𝐈𝐎𝐍 • 𝑱𝒖𝒅𝒆 𝑺𝒉𝒂𝒓𝒑Donde viven las historias. Descúbrelo ahora