Extra: Paolo Bianchi

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El grito desgarrador resonó por todo el lugar. Un doloroso sonido que se escuchaba lejano para sus oídos, como si no fuera ella la que lo emitiera.

Sus rodillas cedieron y su corazón se hizo pedazos.

No, no puede estar muerto.

Lágrimas que expresaban su dolor bajaban por sus mejillas enrojecidas.

—¡No la toquen! ¡Aki!

Unos brazos la tomaron de la cintura con fuerza y la empezaron a arrastrar. Ella no luchó. No tenía fuerzas para hacerlo.

—¡No! ¡Aki!

El grito emitido por su hermana le recordó cómo descubrió la muerte de su amado.

Los extranjeros que trataban de conquistar el reino de Sael habían llegado hasta el castillo, donde se mantenían ocultos la familia real, los más cercanos a ellos y los pocos soldados que se quedaron para proteger tanto al castillo como a las personas en él. Pero los enemigos habían logrado pasar por el primer batallón, donde el segundo príncipe, su esposo, se había encontrado dirigiendo; los que le seguían fueron derrotados.

En esos momentos debían de estar acabando con los que todavía se mantenían de pie, porque el ganador de esa conquista se encontraba dentro del castillo, con la cabeza del rey colgando de su mano derecha y un rastro de sangre en su camino por conseguirla.

—¡Aki, por favor!

La aludida no lo soporto más, soltó un grito furioso, y en un fugaz movimiento le sacó la daga del cinturón al hombre que la había estado arrastrando hacía lo que sería el inicio de una vida de abuso y esclavitud. Una hazaña fácil cuando el enemigo pensó que ella estaba en desventaja y metida de lleno en su dolor.

Pero no tenía pensado morir ni en unos años, ni a mano de ellos.

Ella moriría en ese instante.

Antes de que la pudieran detener, se pasó el filo de la daga por el cuello, cayendo en la oscuridad con una sonrisa de alivio que contrastaba con su rostro desencajado por el dolor físico.

***

Soltó un suspiro.

Ese era uno de los tantos sueños que tenía. Habían iniciado desde hace más de una semana, el primer día de clases, en la ceremonia de apertura. El mismo día que se chocó con Paolo Bianchi, un italiano y jugador de fútbol.

Frunció ligeramente el ceño, observándolo correr con el balón a sus pies. Cabello castaño y hermosos ojos azules. Era totalmente distinto a la persona adulta que veía en sueños; con unos largos cabellos negros que hacían contraste con sus deslumbrantes ojos verdes. Ambas versiones eran guapísimas y, dentro de sí, sabía que eran la misma persona. Pero igual era extraño. Todo era tan extraño.

Apartando la mirada del chico, sacó una de las tantas toallas que había echado en su bolso por orden de su madre. En ese momento, con el sol abrasador dando directamente a su rostro, agradeció no haber estado del todo presente cuando se las puso en sus manos y la hizo meterlas. Su mente puesta en otra parte. En otro tiempo. Otra época.

Una mano en su hombro la sacó de su momento atemporal, sobresaltándola.

—Eres Ginger, ¿No?

La chica que mantenía su mano sobre ella era una de las managers del equipo de fútbol de la escuela. Alba, sino se equivocaba. Venía acompañada de otra de las managers, Cala, quien la miraba fijamente con sus ojos color pardo, en un escrutinio intenso que le dio escalofríos.

—E-eh, bueno, sí.

—Hemos notado que llevas más de una semana observando desde aquí el entrenamiento, ¿Podrías decirnos por qué? —cuestionó Cala con una afilada amabilidad en su tono que hizo sentir a Ginger atrapada haciendo algo malo.

𝐃𝐄𝐂𝐈𝐒𝐈𝐎𝐍 • 𝑱𝒖𝒅𝒆 𝑺𝒉𝒂𝒓𝒑Donde viven las historias. Descúbrelo ahora