Introducción

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UNA CHICA DE OJOS FRIOS

*.*.*

Italia, casa de los Bianchi

—¡No puedes hacer eso, Dominic!

La chica de ojos fríos no puede dormir...

—¿Por qué no? ¡Es injusto que le haya dejado todo a ella! ¡Somos sus hermanos!

Encerrada en esa jaula, rodeada por barrotes...

—¡Y ella es su hija!

Un monstruo la acecha...

—¡Me importa una mierda! ¡Haré lo que se me de la gana, Victoria!

Una princesa atrapada, un ave enjaulada... La chica de ojos fríos llora en las noches por el temor a ser devorada.

Dianora Lo Greco observaba la fotografía en sus manos, donde una niña y su madre se encontraban celebrando su primera victoria. Trataba de ignorar la discusión que se llevaba a cabo fuera de su habitación observando su primer partido en esa imagen que mantenía congelado el momento. Su rostro pálido, que provocaba lástima allá donde iba, se reflejaba en el cristal que protegía la imagen. Sus hermosos ojos avellanos le devolvieron la mirada con el dolor reflejado en ellos, lágrimas de impotencia acumulándose con rapidez. Sus mejillas tenían rastros de lágrimas, producidas por el ataque que le dio minutos atrás.

Una promesa mantenía viva la esperanza de ser libre al fin.

«Se lo prometiste, Dianora», pensó al terminar de recitar el poema que su madre había escrito para ella. Lo escribió después del diagnóstico que cambió la vida feliz y tranquila que habian estado llevando.

Cerró sus ojos con fuerza, «Prometiste no llorar y seguir adelante»

La imagen de su madre en esa cama del hospital vuelve a su mente. Su hermoso y sedoso cabello castaño ya no se encontraba; su piel anteriormente bronceada se encontraba pálida, muy pálida. Sus ojos azules habían perdido el brillo que los caracterizaba. Ella estaba muriendo.

Un gemido de dolor se escuchó por toda la habitación. Dianora dejó caer la fotografía al suelo en un golpe seco y se abrazó las rodillas con fuerza, nuevas lágrimas recorriendo sus mejillas.

Le dolía tanto recordar ese momento.

El último momento que tuvieron juntas.

Estiraba su brazo hacia Dianora, queriendo tomar su mano, la debilidad de su cuerpo haciéndose notar con esa mínima acción. Y a pesar de lo que había dicho el doctor hacia unos minutos, su madre seguía con una pequeña sonrisa en sus labios, aceptando su destino sin una lágrima derramada. Su madre le había demostrado nuevamente lo fuerte y valiente que era.

—¿Puedes prometerme algo?

Su tranquila y dulce voz inundó la estancia. Sabía que no era más que una ilusión, el eco de ese momento, pero aún así abrió los ojos y buscó a su madre. No estaba, como ya sabía.

—No, por favor —suplicó entre gimoteos—. No soy tan fuerte. ¡No soy como tú!

Prométeme que dejarás de llorar pronto, y seguirás jugando al fútbol. Nuestro fútbol.

—¡No puedo! —grita llevando sus manos a su cabeza y jalando su cabello rosa. Ese cabello que su madre peinaba todas las noches antes de dormir. Le dolía el pecho. Le dolía demasiado.

No llores, mi vida. Todo va a estar bien.

—¡Mentira! ¡Mentira! ¡Eres una mentirosa!

Pasos apresurados se escucharon por el pasillo, para segundos después la puerta ser abierta.

—Dianora... —La voz de su primo la sobresaltó, deteniendo sus desesperados gimoteos. No se movió de su lugar, lágrimas silenciosas deslizándose por sus mejillas.

Paolo se acercó hasta el cuerpo tembloroso de su prima. Habían pasado solo dos semanas desde que su tía había fallecido. Dianora se había encerrado en su habitación desde entonces, preocupando a su primo. Era medianoche y la discusión de sus padres no lo había dejado dormir. Sabía que ella estaría escuchando, atenta a cada palabra aunque no quisiera. Cuando escuchó los gritos de su prima, no pudo quedarse escuchando en silencio.

Se arrodilló a su lado.

—Le prometí no llorar y seguir jugando —Levantó la cabeza y fijó sus orbes orcuros con lágrimas acumuladas en los azules de su primo—, pero no soy tan fuerte como ella.

Aparta la mirada, no siendo capaz de seguir manteniéndola.

—Sí lo eres —contradijó Paolo después de unos segundos en los que se mantuvo en silencio, incrementando los nervios de Dianora. Acercó su mano a los rosados cabellos de la chica cuando regreso su mirada, apartándolos de su rostro.

Dianora abrió la boca para replicar, pero Paolo la hizo callar con una severa mirada.

—Tú madre quiso que se lo prometas porque sabía que lo cumplirás.

Dianora no pudo hacer más que contemplarlo sorprendida.

—Tú puedes, Day —La animó, sus labios arqueados en una pequeña sonrisa. Dianora se la devolvió. Hacía tiempo que Paolo dejó de llamarla así, cuando supo cómo pronunciar su nombre correctamente.

—¿L-lo crees? —preguntó casi en un susurro, con temor a que cambiará de opinión o dijera que era broma. Sabía que era absurdo siendo Paolo, su Paolo, pero lo esperaba. Ella siempre esperaba lo peor de todo y todos.

—Lo hago —asintió incorporándose y llevando a Dianora con él—, al igual que tía Caro lo hacía.

Dianora se mantuvo en silencio, recordando los momentos en el que jugó con su madre al fútbol. Su gran sonrisa al pasarle el balón, sus gritos de alegría cuando conseguía meterle gol, y como le gritaba ánimos cuando tropezaba y caía.

¡Tu puedes, Tesoro!

—Ahora —La voz de Paolo la sacó de sus recuerdos—, ¿qué vas a hacer?

Dianora no tuvo que pensarlo demasiado. Lo tenía claro. No quería seguir sin su madre.

—Voy a dejar el fútbol.

El rostro de Paolo no expresó su decepción, en cambio, mostró una sonrisa tranquilizadora.

—Está bien.

—¿Está bien?

Paolo apretó sus hombros con suavidad.

—Yo te apoyo.

Dianora se apretó contra él y lo abrazó con fuerza, aguantando las ganas de llorar.

—Por favor, no me dejes sola.

—No lo haré.

«Por favor, por favor, por favor»

𝐃𝐄𝐂𝐈𝐒𝐈𝐎𝐍 • 𝑱𝒖𝒅𝒆 𝑺𝒉𝒂𝒓𝒑Donde viven las historias. Descúbrelo ahora