Capítulo 11. Zorros.

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El zorro con la boca ensangrentada tiene nueve colas. Los ojos son de color escarlata, lo que le recuerda al estrabismo concentrado de Adam, que desgarraba el cadáver crudo de un conejo con un pargo en su pata hinchada. Se acerca suavemente, dejando huellas ensangrentadas en la hierba, la espuma burbujea entre sus dientes. El zorro se estremece, ya sea por el miedo o por el frío, como si presintiera el peligro que se avecina. En silencio, como una sombra sobre las hojas caídas. En silencio, sin hacer ruido, como un depredador que pisa para no molestar a su presa con su aliento. Grita y llora contra sus oídos, su lado mordido le duele. Se escabulle, a través de las hojas rancias y el suelo húmedo, desgarrando. Sus patas torcidas se tambalean, se golpea de lado contra los arbustos y los troncos de los árboles, pero sigue corriendo.

Athanasia quiere gritar, pero tiene la boca llena de algodón. Cristal en sus pulmones, cristal en su garganta. Solo abre la boca y resopla. Debe correr tras el zorro, pues por algo corre, ya que presiente la aproximación de la bestia que también puede mordisquear los huesos de Athanasia. Pero tiene los pies como si estuvieran hasta las caderas en el pantano, y corre muy despacio, por más que esté agotada. No puede alcanzar al zorro, por mucho que corra tras sus malditos pasos. El reloj de Salvador Dalí esparce charcos en los tocones, el zorro grita, los pies de Athanasia están metidos hasta los muslos en los abismos del tiempo y el lodo turbio y asqueroso.

Debería llamar a su madre, definitivamente a su madre, pero no tiene madre. Llamaría a Lily, pero sabe que ni siquiera Lily puede salvarla. Grita y resopla, sus manos agarrando los números viscosos y las flechas manchadas de sangre del animal. Está asustada, está asustada, está...

—Señor... ¡Papá!—grita, despertando del sonido de su propia voz, despertando del espeluznante sueño como si hubiera salido del frío abrazo del abismo. Tragando con avidez el aire, se aferra a la manta con los dedos, asegurándose, repitiendo que no está en el bosque, sino en su cama. Que las sábanas mojadas no eran de sangre de zorro, sino de sus lágrimas y sudor. Que todo esto es un sueño, un mal sueño, solo un sueño...

Se desprende de las sábanas y deja caer sus pies descalzos al suelo, aferrándose al lado de la cama. Todo sigue dando vueltas y siente náuseas.

A principios del nuevo mes tuvo nuevos padecimientos y no fue hasta la noche del día anterior cuando finalmente se alivió y se le quitó el peso de encima. Se desató el nudo de una vil cadena de delirio, la bacanal de demonios ya no bailó enfrente de sus ojos. Ya no se retorcía por dentro, ya no se encogía con escalofríos y ya no necesitaba beber poción tras poción. A veces, cuando se despertaba, veía a Harriet encima de ella, y la interminable tristeza de sus ojos era tan desgarradora. Athanasia extendió las palmas de sus manos pálidas, tratando de decir algo, de consolarla. Al fin y al cabo, solo estaba enferma, y eso no tenía nada de malo. Pero de su garganta únicamente salían desvaríos incoherentes, y Harriet estaba casi inconsolable. Pena, tristeza, añoranza... solo sueños sucios y grises, hojas y chillidos de zorro.

Se había despertado demasiado temprano: la casa solariega seguía fría, congelada en un estupor helado, los apetitosos aromas de la comida seguían flotando por la cocina, y los sirvientes probablemente estaban empezando sus horas laborales. Siempre había sabido cómo vestirse, enseñada por la vida en el palacio de Ruby. Un vestido pesado y un peinado elaborado sin la ayuda de los sirvientes estaba todavía en la región de la ficción, así que no hizo nada más que pasar un peine por los rizos enmarañados, lavarse en la tina preparada en la noche con agua helada–por la mañana se trajo agua tibia con pétalos de rosa, pero siempre dejó agua para la noche en caso de que la pequeña señorita quiera refrescarse–y se cambió a un vestido lila claro. Se ató un moño en la espalda, se puso las zapatillas de ballet y se sumergió en el frescor de la terraza.

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