XXIII

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Los días pasaron rápido. Emilio no dejaba de darle vueltas a la cabeza sobre cómo podría sacarme del apuro y yo me la pasaba día y noche convenciéndole de que no hiciese nada y que lo que pasase sería por algo. No se rindió igualmente.

Una tarde, cuando estábamos viendo una serie para poder despejarnos un rato, mi móvil sonó.

Rápidamente lo cogí para descolgar la llamada del número desconocido.

-¿Diga?

-¿Joaquín? Soy el juez Ibáñez.

-¿Y-ya está...? -carraspeé evitando el tartamudeo- ¿Ya está la sentencia?

Vi de reojo como Emilio me observó de pronto.

-Sí. -siguió hablando al otro lado de la llamada- Tienes que presentarte aquí en dos horas. Perdón por el poco tiempo de antelación, pero no ha sido fácil contactar con tu padre antes.

-No se preocupe. Allí estaré.

La llamada acabó. Me quedé observando el techo del salón, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá. Emilio se dejó caer en mi hombro con un suspiro.

[...]

La sala estaba repleta de gente, mucha más que en el primer juicio.

Todos nos sentamos y el juez comenzó a explicar el caso para la gente nueva.

-Esto es muy sencillo. Muy a mi pesar, tenemos pruebas que dictan que Joaquín sería el acusado principal, sin embargo, tenemos aún más testimonios en contra de Uberto, aunque, por otro lado, y viendo que la abogada de Joaquín no ha declarado nada a su favor, sino en contra, ya tenemos la sentencia clara.

Me quedé de piedra en la silla junto a Emilio, que se veía igual.

-¿Cómo que está clara? -me preguntó con la asfixia en la voz.

-Shh... -puse una mano en su pierna, viéndole de reojo- ya te expliqué lo que pasaría, igualmente, aún quedan los últimos testimonios.

-Ahora, escucharemos el último testimonio de la boca de Pablo Archipowa -avisó Ibáñez.

Un escalofrío me sacudió al oír aquel nombre. Tragué saliva sabiendo lo que iría a pasar.

El nombrado se puso en pie y caminó directamente al estrado.

Al ver su pómulo aún hinchado y su labio partido, recordé el encuentro que tuvimos hace un par de días. Mis heridas fueron leves y ya ni se notaban, pero las suyas, por suerte o por desgracia, sí.

-Hola, Pablo, cuéntanos, ¿Qué te ha pasado que traes esa cara?

Soltó una risa sarcástica mirándome.

-No se lo va a creer, pero iba yo caminando tranquilamente y me lo encontré. Le fui a saludar, porque antes de nada éramos amigo, y me cogió del cuello acercándome a él -fue explicando como si se lo hubiese estudiado- y me dijo que de esta no saldría. Me golpeó, me escupió y luego se marchó como si nada.

Escuché a Emilio maldecir para sí mismo, mirando a Pablo con un desprecio aterrador.

No le dije nada, ¿Qué le podría decir si yo ni me podía mover de la impotencia?

-Joaquín, hijo, -me habló Ibáñez- ¿Algo que decir en tu defensa?

Me levanté dispuesto a decir lo necesario.

-Señoría, no entiendo como ese hombre, si se le puede llamar así, quiere que le pegue si no he salido de casa estos días. Pero no estos ni desde que me mudé, porque Uberto tiene a sus hombres a unas calles de mi departamento vigilando cada movimiento. -me giré hacia Pablo- Di la verdad, y cuéntalo todo -volví a dirigirme al juez- Sí. Le pegué. Pero no fue como él ha contado. Irrumpió en mi casa y de un momento a otro nos vimos envueltos en golpes, rodando por el suelo de mi salón. No tengo nada en su contra, más allá de su complicidad con Uberto.

Mi perdición [EMILIACO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora