CAPITULO 10

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Cómo aconsejó Merlín al rey Arturo que enviase por el rey Ban y el rey
Bors

Después de la fiesta y jornada, el rey Arturo fue a Londres, y por consejo
de Merlín, mandó llamar a consejo a sus barones, pues Merlín había dicho al
rey que los seis reyes que le hacían guerra se apresurarían a tomar represalia
sobre él y sobre sus tierras. Por lo que el rey pidió consejo a todos. Y ellos no
pudieron darle ninguno, sino dijeron que eran sobradamente fuertes.

—Decís bien —dijo Arturo—; os agradezco vuestro valor, pero ¿queréis
todos los que me amáis hablar con Merlín? Sabéis bien que ha hecho mucho
por mí, y que conoce muchas cosas; cuando esté delante de vosotros, quiero
que le pidáis vivamente su mejor consejo.
Todos los barones dijeron que se lo pedirían y rogarían. Así que fue
mandado llamar Merlín, y todos los barones le suplicaron sinceramente que les
diese su mejor consejo.

—Os lo daré —dijo Merlín—: os advierto a todos que vuestros enemigos
son muy fuertes para vosotros, y los mejores hombres de armas de cuantos
viven, y que ahora tienen ya con ellos cuatro reyes más y un poderoso duque; y a menos que nuestro rey tenga más caballería con él de la que puede reunir
en los límites de su propio reino, y luche con ellos en batalla, será vencido y
muerto.

—¿Qué será lo mejor en este caso? —dijeron todos los barones.

—Os diré mi consejo —dijo Merlín—: hay dos hermanos allende la mar,
reyes ambos, y hombres maravillosamente buenos de sus manos; y el uno se
llama rey Ban de Benwick y el otro rey Bors de Gaula, que es Francia. Y sobre
estos dos reyes hace guerra un señor poderoso en hombres, el rey Claudas, y
lucha con ellos por un castillo, y hay gran guerra entre ellos; pero este Claudas
es tan poderoso en bienes, con los que consigue buenos caballeros, que pone
las más veces a estos dos reyes en lo peor; por donde éste es mi consejo: que
nuestro rey y soberano envíe a los reyes Ban y Bors, por dos fieles caballeros,
cartas bien devisadas, haciéndoles saber que si viene a visitar al rey Arturo y
su corte, y a ayudarle en sus guerras, él jurará ayudarles en las suyas contra el
rey Claudas. Y bien, ¿qué decís a este consejo? —dijo Merlín.

—Bien aconsejado está —dijeron el rey y todos los barones.

Y a toda prisa fue ordenado que fuesen dos caballeros con el mensaje a los
dos reyes. Y se hicieron gratas cartas, conforme a los deseos del rey Arturo.
Ulfius y Brastias fueron designados mensajeros, y cabalgaron, bien
encabalgados y armados, como era la guisa en aquel tiempo; pasaron la mar, y
se encaminaron hacia la ciudad de Benwick. Y había allí cerca ocho caballeros
que los vieron, y les salieron al encuentro en un paso estrecho, con propósito
de hacerlos prisioneros; y ellos les rogaron que los dejasen pasar, ya que eran
mensajeros enviados del rey Arturo a los reyes Ban y Bors.

—Por ende —dijeron los ocho caballeros— moriréis o seréis prisioneros,
pues somos caballeros del rey Claudas —y seguidamente dos de ellos
enderezaron sus lanzas, enderezaron las suyas Ulfius y Brastias; y corrieron
contra sí con gran fuerza, quebraron sus lanzas los caballeros de Claudas, y
Ulfius y Brastias los derribaron de sus sillas a tierra, los dejaron allí tendidos,
y siguieron su camino. Y fueron los otros seis caballeros a un paso para
salirles al encuentro otra vez, y Ulfius y Brastias derribaron a otros dos, y
siguieron adelante. Y en el cuarto paso se encontraron dos contra dos, y
dejaron a ambos tendidos en tierra; y no hubo ninguno de los ocho caballeros
que no quedara gravemente herido o magullado.

Y al llegar a Benwick, acaeció que estaban allí los dos reyes, Ban y Bors.
Y cuando les fue dicho que habían llegado mensajeros, les enviaron dos
dignos caballeros, el uno llamado Lionses, señor del país de Payarne, y el otro
sir Phariance, un noble caballero. Al punto les preguntaron éstos de dónde
venían, y ellos dijeron que del rey Arturo, rey de Inglaterra; así que se
abrazaron e hicieron gran alegría unos a otros. Pero cuando los dos reyes supieron que eran mensajeros de Arturo, no hicieron ninguna tardanza, sino
hablaron enseguida con los caballeros, les dieron la bienvenida de la más
digna manera, y les dijeron que eran muy bien recibidos, más que de ningún
otro rey vivo. Y seguidamente besaron ellos las cartas y las entregaron; y
cuando Ban y Bors entendieron las cartas, aún fueron mejor acogidos que
antes.

Y por la prisa de las cartas, les dieron esta respuesta: que cumplirían los
deseos expresados por el rey Arturo; y rogaron a Ulfius y a Brastias que se
quedasen allí el tiempo que quisieran, pues tendrían toda la buena acogida que
podía hacerse en aquellas marcas. Entonces Ulfius y Brastias contaron a los
reyes la aventura de los pasos con los ocho caballeros.

—¡Ja, ja! —dijeron Ban y Bors—; eran mis buenos amigos. Si hubiese
sabido yo de ellos, no habrían escapado así.
Así pues, Ulfius y Brastias tuvieron buena acogida y grandes dones,
cuantos podían llevar, y recibieron respuesta, de palabra y por escrito, que
estos dos reyes irían a Arturo con toda la prisa que pudiesen.

Y fueron delante los dos caballeros, y pasaron la mar, llegaron a su señor, y
le contaron cómo les había ido, de lo que el rey Arturo fue muy contento.

—¿Cuándo creéis que los dos reyes estarán aquí?

—Señor —dijeron—, antes de Todos los Santos.

Entonces el rey mandó proveer para una gran fiesta, y pregonar grandes
justas. Y por Todos los Santos los dos reyes cruzaron la mar con trescientos
caballeros bien ataviados para la paz y para la guerra. Y el rey Arturo salió a
su encuentro a diez millas de Londres, y hubo todo el contento que se podía
pensar o hacer.

Y en Todos los Santos, en la gran fiesta, se sentaron en la sala los tres
reyes, y sirvieron en la sala sir Kay el Senescal, sir Lucan el Mayordomo, que
era hijo del duque Corneus, y sir Griflet, que era el hijo de Cardol; estos tres
caballeros tuvieron el gobierno de todo el servicio de los reyes. Y después, así
que se hubieron lavado y levantado, se aprestaron todos los caballeros que
querían justar. A la sazón había ya apercibidos a caballo setecientos caballeros.

Y Arturo, Ban y Bors, con el arzobispo de Canterbury, y sir Héctor, padre de
Kay, estaban en un lugar cubierto con paño de oro, como una sala, en
compañía de dueñas y doncellas, para ver quién lo hacía mejor, y dar juicio de
ello.

El Rey Arturo y los Caballeros de la
 Mesa Redonda
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