CAPITULO 16

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De cómo entra el rey Ban en la batalla. Ambos bandos se dan una tregua
para descansar

Por entonces entró en el campo el rey Ban, fiero como un león, con bandas
verdes y oro encima.

—¡Ah, ah! —dijo el rey Lot—, ahora vamos a ser vencidos, pues allá veo
al más valiente caballero del mundo, y hombre de más renombre, pues no hay
dos hermanos como el rey Ban y el rey Bors, por donde de necesidad debemos
abandonar o morir; pues a menos que abandonemos esforzada y
prudentemente, no tendremos sino la muerte.

Cuando el rey Ban entró en la batalla, lo hizo con tal fiereza que sus golpes
resonaban en el bosque y el agua; por donde el rey Lot lloró de piedad y duelo,
viendo el fin de tantos buenos caballeros. Pero por la gran fuerza del rey Ban
hicieron que las dos batallas del norte que se habían partido se juntasen por
miedo, mientras los tres reyes y sus caballeros seguían matando, de manera
que daba piedad ver aquella multitud de gente que huía.

Pero el rey Lot, y el Rey de los Cien Caballeros, y el rey Morganor
juntaron caballerescamente a la gente, e hicieron grandes proezas de armas, y
sostuvieron la batalla todo ese día, como bravos. Cuando el Rey de los Cien
Caballeros observó el gran estrago que el rey Ban había hecho, arremetió para
él con su caballo, y le descargó desde arriba sobre el yelmo un gran golpe que
lo dejó aturdido. Entonces el rey Ban se enojó con él, y lo siguió fieramente;
se dio cuenta el otro, levantó el escudo y espoleó al caballo, pero cayó el tajo
del rey Ban, cortó una raja del escudo, resbaló la espada en su cota por la
espalda, y cortó la cubierta de acero y al mismo caballo en dos piezas, de
manera que la espada dio en tierra.

Entonces el Rey de los Cien Caballeros
evitó el caballo con presteza, y con su espada ensartó una y otra vez el caballo
del rey Ban. En eso saltó prestamente el rey Ban del caballo muerto, y
acometió al otro con tanta gana, golpeándole encima del yelmo, que lo derribó
a tierra. También en esa ira derribó al rey Morganor, y hubo gran mortandad
de buenos caballeros y mucha gente.

Por entonces entró el rey Arturo en la pelea, y halló al rey Ban a pie entre
hombres y caballos muertos, luchando como un león sañudo, de manera que
ninguno se podía acercar donde él alcanzaba con la espada sin que se llevase
un grave revés, de lo que tuvo el rey Arturo mucha piedad. Y estaba Arturo tan
ensangrentado que nadie le podía reconocer por su escudo, ya que todo estaba
cubierto de sangre y de sesos, el escudo y la espada. Y al mirar Arturo en
derredor suyo vio un caballero sobre muy buen caballo, y al punto corrió sir
Arturo a él, y le dio tal golpe encima del yelmo que la espada le entró hasta los
dientes, y el caballero cayó muerto a tierra; tomó Arturo luego el caballo por
la rienda, y se lo llevó al rey Ban; y dijo: «Gentil hermano, tomad este caballo,
pues gran menester tenéis de él; y mucho pesar tengo de vuestro gran daño.»

—Pronto quedaré vengado —dijo el rey Ban—; pues confío en Dios que
mi fortuna no sea tal, sino que pueda pesar esto a algunos de ellos.

—Mucho me place —dijo Arturo—, pues veo vuestras hazañas muy
esforzadas; sin embargo, podía no haber venido yo a vos en esta sazón.

Pero cuando el rey Ban hubo montado a caballo, entonces comenzó nueva
batalla, la cual fue dura y cruel, de muy gran mortandad. Y por gran fuerza, el
rey Arturo, el rey Ban y el rey Bors hicieron a sus caballeros retraerse un
poco. Pero no cedían los once reyes y su caballería; así que se retrajeron a un
pequeño bosque, pasaron un riachuelo, y allí descansaron, ya que de noche no
podían descansar en el campo. Entonces los once reyes y sus caballeros se
juntaron todos en un montecillo, como hombres amedrentados y sin sosiego.
Pero no había hombre que pudiese pasar entre ellos, tan apretados se tenían
por delante y detrás, de manera que el rey Arturo se maravilló de sus hechos
de armas y enojó mucho.

—¡Ah, sir Arturo! —dijeron el rey Ban y el rey Bors—, no les culpéis,
pues hacen lo que los hombres buenos deben hacer.

—Por mi fe —dijo el rey Ban—, son los mejores guerreros, y caballeros de
más proeza, que he visto o conocido, y esos once reyes son hombres de gran
honor; y si fuesen vuestros no habría rey bajo el cielo que tuviese once
caballeros iguales, y de tal merecimiento.

—Puedo no amarlos —dijo Arturo—, ya que quieren destruirme.

—Sabemos eso bien —dijeron el rey Ban y el rey Bors—, pues son
vuestros mortales enemigos, cosa que han probado de antemano, y este día han
hecho su parte, y es gran lástima su porfía.

Se reunieron entonces los once reyes, y dijo el rey Lot: «Señores, debéis
proceder de otra manera, o nos vendrá una gran derrota. Ved cuánta gente
hemos perdido, y los buenos hombres que perdemos, porque vamos guardando
siempre a estos peones, y por cada peón que salvamos perdemos diez de a
caballo; por ende, éste es mi consejo: apartemos a nuestros peones, ahora que
es casi noche, pues el noble Arturo no perderá tiempo en acometer a los
peones, y pueden ponerse a salvo, ya que el bosque está cerca. Y cuando
estemos juntos los jinetes, hagamos tal ordenanza que ninguno desampare so
pena de muerte. Y el que vea a alguno aprestarse a huir, sin tardanza lo mate,
pues es mejor matar a un cobarde, que no que nos maten a todos por un
cobarde. ¿Qué decís? —dijo el rey Lot—. Respondedme todos.»

—Bien dicho está —dijo el rey Nentres; lo mismo dijo el Rey de los Cien
Caballeros; y lo mismo dijeron el rey Carados y el rey Uriens; y lo mismo el
rey Idres y el rey Brandegoris; y lo mismo el rey Cradelment y el duque de
Cambenet; lo mismo dijeron el rey Clarivaus y el rey Agwisance, y juraron no fallecer a los otros, ni por vida ni por muerte. Y todo aquel que huyese sería
muerto. Seguidamente enmendaron los arneses, enderezaron los escudos,
tomaron nuevas lanzas, las posaron sobre sus muslos, y se tuvieron quedos
como si fuesen un grupo de troncos.

El Rey Arturo y los Caballeros de la
 Mesa Redonda
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