CAPÍTULO 33

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Cómo lucharon sir Gareth y sir Gawain uno contra otro, y cómo se
reconocieron por la doncella Lynet

Partió, pues, el duque, y quedó sir Gareth allí solo; y en eso vio venir un
caballero armado hacia él. Tomó entonces sir Gareth el escudo del duque,
montó a caballo, y sin mediar palabra se juntaron como si de un trueno se
tratase. Y aquel caballero hirió a sir Gareth debajo del costado con su lanza. Se
apearon entonces, sacaron las espadas, y se dieron grandes tajos, de manera
que la sangre les manaba hasta el suelo. Y así lucharon dos horas.

A la postre vino la doncella Lynet, a la que algunos llamaban la Doncella
Salvaje, cabalgando sobre una mula ambladora, y gritó alto: «¡Sir Gawain, sir
Gawain, deja de luchar con tu hermano sir Gareth!»

Y cuando él la oyó decir así arrojó su escudo y su espada, corrió a sir
Gareth, lo tomó en sus brazos, y después se arrodilló y le pidió merced.

—¿Quién sois vos —dijo sir Gareth—, que hace un momento erais tan
fuerte y poderoso, y ahora súbitamente os rendís a mí?

—Ah, Gareth, soy vuestro hermano sir Gawain, que por vos ha pasado
grandes penas y trabajos.

Entonces sir Gareth se desenlazó el yelmo, se arrodilló ante él, y le pidió
merced. Entonces se levantaron ambos, se abrazaron, lloraron mucho rato
antes que pudiesen hablar, y se dieron uno a otro el precio de la batalla. Y allí
pasaron muchas dulces razones entre ellos.

—¡Ay, gentil hermano mío! —dijo sir Gawain—, por Dios que de justicia
debo honraros aunque no fueseis mi hermano, pues habéis honrado al rey
Arturo y a toda su corte, pues le habéis enviado más dignos caballeros este año
que los seis mejores de la Tabla Redonda, excepto sir Lanzarote.

Entonces vino la Doncella Salvaje, que era la señora Lynet, la cual había
cabalgado con sir Gareth mucho tiempo, y restañó las llagas de sir Gareth y de
sir Gawain.

—¿Qué haréis ahora? —dijo la Doncella Salvaje—. Creo que estaría bien
que el rey Arturo supiese de los dos, pues vuestros caballos están tan
magullados que no os pueden llevar.

—Gentil doncella —dijo sir Gawain—, os ruego que vayáis a mi señor y
tío, el rey Arturo, y le digáis qué aventura me ha acaecido aquí, y presumo que
no tardará mucho en venir.

Entonces tomó ella su muía y fue ligeramente al rey Arturo que estaba a
sólo dos millas de allí. Y cuando le hubo dado nuevas, mandó el rey que le
trajesen un palafrén. Y cuando estuvo a lomos de él, dijo a los señores y
señoras que le siguiera el que quisiese; y allí fue ensillar y embridar de
caballos a reinas y príncipes, y ver quién era el que antes podía estar presto.

Y cuando llegó el rey adonde ellos estaban, vio a sir Gawain y a sir Gareth
sentados en una pequeña cuesta. Entonces el rey dejó su caballo; y cuando se
acercó a sir Gareth quiso hablar, pero no pudo; y a continuación cayó en un
desvanecimiento de contento. Y corrieron ellos hacia su tío, y le requirieron de
su buena gracia que tuviese buen consuelo. Sabed bien que el rey hizo gran
alegría, y muchas y tiernas quejas a sir Gareth, y no cesaba de llorar como si
fuese un niño.

En eso llegó su madre, la Reina de Orkney, doña Margawse; y cuando miró
a sir Gareth ansiosamente en la cara no pudo llorar, sino súbitamente cayó
desvanecida, y allí yació mucho rato como muerta. Entonces sir Gareth
reconfortó a su madre en tal guisa que se recobró ella, e hizo buena muestra.
Entonces el rey mandó que todas maneras de caballeros que estuviesen
bajo su obediencia se aposentasen allí mismo por amor de sus sobrinos. Y así
fue hecho, y se proveyeron todas maneras de provisiones, de suerte que nada
faltó de cuanto podía comprarse con oro o plata, doméstico o salvaje. Y por
mediación de la Doncella Salvaje, sir Gawain y sir Gareth fueron sanados de
sus llagas; y allí permanecieron ocho días.
Entonces dijo el rey Arturo a la Doncella Salvaje: «Maravíllame que
vuestra hermana, doña Lyonesse, no venga aquí a mí, y en especial que no
venga a visitar a su caballero, mi sobrino sir Gareth, que tantos trabajos ha
tenido por su amor.»

—Mi señor —dijo la doncella Lynet—, de vuestra buena gracia debéis
excusarla, pues no sabe que mi señor, sir Gareth, está aquí.

—Id entonces por ella —dijo el rey Arturo—, que podamos concertar lo
mejor, según el placer de mi sobrino.

—Señor —dijo la doncella—, así será hecho —y fue por su hermana.

Y lo más ligeramente que pudo, se aprestó ella; y llegó al otro día de
mañana con su hermano sir Gringamore, y con sus cuarenta caballeros. Y al
llegar tuvo toda la acogida que se podía hacer, del rey, y de muchos otros reyes
y reinas.

El Rey Arturo y los Caballeros de la
 Mesa Redonda
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