Nathan observó a las dos mujeres que se contoneaban en medio de la pista

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Nathan observó a las dos mujeres que se contoneaban en medio de la pista. Se acariciaban una a la otra, pero con su atención puesta en él tratando de excitarlo; una de ellas se metió el dedo en la boca y lo chupó de forma sugestiva. Les sonrió llevándose la copa a los labios, sabiendo que esa noche terminarían en su cama. Estaban en la fiesta de celebración por el fin de su gira, el concierto en Berlín había sido un éxito y no podía estar más feliz, aunque, por otro lado, también se sentía bien saber que pronto regresaría a casa. Extrañaba a Joshua, habían pasado cinco meses sin verse y, sin importar que hablaran seguido por teléfono, compartir tiempo con su hermano era algo que necesitaba.

—Parece que hoy alguien tendrá una buena noche —dijo Theo sentándose a su lado mientras le entregaba otra copa.

Nathan la recibió agradeciéndole con un gesto y, dejando la copa vacía en el suelo, dio un sorbo a la que le había traído su amigo.

—¿Qué puedo decirte? Las buenas noches me persiguen —comentó sonriendo.

—Jodido idiota afortunado —gruñó Theo riendo.

A Nathan le agradaba el chico, era el asistente de la banda y, aunque solo llevaba un año trabajando con ellos, se habían hecho cercanos y eran buenos amigos. Repasó el salón viendo a sus compañeros, que se encontraban en diferentes grados de ebriedad. Michael, el bajista, besaba a una chica sentada en su regazo mientras su mano viajaba bajo su corto vestido sin ningún pudor y sin importarle que estuvieran rodeados de personas. Rubens, el baterista, salía de la sala llevando con él a la groupie de turno, seguramente a su habitación. Conocía a muchas de las chicas que estaban con ellos en ese momento, ya que solían seguirlos a todos lados. Jonathan, el guitarrista, bebía tranquilamente sin prestar atención a los demás; su esposa Evelyn se encontraba sentada junto a él. Ella los acompañaba a todos lados, «para asegurarse de mantener a las fulanas lejos de su hombre», decía. Finalmente, su mirada se encontró con la de Cynthia, su representante, que parecía molesta mientras sostenía una copa de champán. A sus treinta y nueve años, era una mujer bastante atractiva, su cabello rubio se encontraba recogido en una apretada y elegante coleta que le caía hasta los hombros. Llevaba un ajustado vestido de color rosa que marcaba su estilizada figura y unos zapatos tan altos que parecían alargar sus piernas. Sus ojos azules estaban clavados en Nathan y sus labios gruesos, pintados de rojo, lucían un mohín de disgusto. Ellos compartían una historia, habían sido amantes en los inicios de su carrera y eso era motivo para que en ocasiones se creyera su dueña, sin importar cuántas veces él le dejara claro que las cosas habían terminado en cuanto ella se casó con un millonario productor de cine. Entonces Cynthia insistió en querer seguir con su relación de forma clandestina, a lo que Nathan se negó, no porque le importara que tuviese un esposo —al que sabía que había conseguido solo por comodidad—, sino porque conocía su carácter impulsivo y dominante, y no estaba dispuesto a caer en sus juegos. Por un tiempo, la mujer pareció aceptar que las cosas habían terminado, incluso Nathan llegó a pensar que estaba bien con su esposo, pero desde que comenzó la gira, unos meses atrás, regresó al ataque y estaba empeñada en volver a meterlo en su cama.

Un eterno amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora