Había seguido a Mason y a la anciana, y ahora se encontraba en su auto esperando el momento correcto. En el instante en que la última luz de la casa de la mujer se apagó, supo que era su oportunidad. Sus manos ya se encontraban cubiertas por los guantes y el filo del cuchillo brilló a la luz de la luna cuando lo levantó. Se bajó del vehículo cubriendo su rostro con la capucha de la sudadera. Con el sigilo de un gato que vaga por la oscuridad sin apenas hacer ruido, se dirigió a la vivienda. Probó primero las cerraduras y luego una a una las ventanas. Una sonrisa triunfal apareció en sus labios cuando una de ellas se abrió sin problema. Se coló por allí y aterrizó sobre una alfombra que ayudó a amortiguar el sonido. Los escalones de madera crujían cada vez que subía un peldaño. En la casa reinaba un silencio sepulcral, el ambiente perfecto para acompañar a una muerte. Abrió la puerta despacio y encontró la figura recostada en la cama. Las cortinas estaban corridas y solo unos pocos destellos de luz se colaban por las rendijas.

Caminó hasta situarse a su lado y la estudió un momento. Como si sintiera la mirada sobre ella, la anciana abrió los ojos y alargó la mano para intentar encender la lámpara de la mesa de noche. El espectro la derribó antes de que pudiera alcanzarla.

—¿Qué...? —intentó hablar, pero una mano cubrió su boca.

La señora Flanagan luchó; sin embargo, una mujer de su edad no era contrincante para alguien más joven y fuerte.

—Nunca debiste verme, vieja.

—Por favor. —La súplica salió amortiguada por la palma que le impedía pronunciar palabra, un río de lágrimas se derramó por sus mejillas. Después de todo, la muerte había llegado más pronto de lo que su querida amiga pensó, se dijo a sí misma. El frío metal del cuchillo rozó su cuello y ella abrió mucho los ojos. El último pensamiento que tuvo antes de que la hoja cortara su garganta fue que lamentaba no haberles contado esa misma noche a Harmony y a sus hombres que el mal los acechaba. El líquido rojo comenzó a brotar derramándose por el cuello y rápidamente empapó la almohada. El espectro se irguió con una mirada satisfecha y estaba a punto de marcharse, cuando algo llamó su atención. Alargando la mano, arrancó el medallón que la señora Flanagan siempre llevaba.

—Un trofeo —susurró con voz vacía.

Abandonó la casa con el mismo sigilo con que llegó, dejando atrás el cuerpo desangrado de la anciana.

Una nueva semana comenzó y Harmony se levantó temprano, aunque al hacerlo se dio cuenta de que Josh no estaba en la cama. Lo buscó en la ducha, pero ahí tampoco estaba, así que, poniéndose una de sus camisas, salió en su búsqueda. Cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido para no despertar a Nate, que aún dormía, y bajó a la cocina. Lo encontró recostado en la encimera bebiendo un café, listo para irse. Vestía un pantalón oscuro y una camisa blanca similar a la que ella misma estaba usando.

—¿Qué haces despierta tan temprano, mi amor? —le preguntó en cuanto la vio.

—Hoy voy a regresar a la universidad.

—¿Estás contenta?

—Sí, aunque también un poco preocupada por si no puedo recuperar el tiempo perdido.

—Lo harás muy bien. Y si necesitas ayuda, Nate y yo no tendremos ningún problema en brindártela.

—Ustedes siempre están intentando resolver todos mis problemas.

Él dejó la taza en la encimera y la acercó a sus brazos.

—Nosotros haríamos lo que fuera por ti —dijo buscando sus labios.

Pretendía que fuera solo un beso, no obstante, todas sus buenas intenciones desaparecieron cuando sus manos hurgaron bajo la camisa para encontrar su trasero desnudo. Un gruñido escapó de su garganta y alzándola, la sentó sobre la encimera y se acomodó en medio de sus piernas. Enterró sus manos en el cabello de la mujer y devoró su boca con violencia. Queriendo sentir más de ella, buscó los botones de la camisa y comenzó a desabrocharlos. La tela se abrió revelando los turgentes pechos que acarició sin compasión, apretando uno de los pezones entre sus dedos pulgar e índice.

Un eterno amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora