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El amanecer, que tantas veces contempló durante su tierna infancia y su adolescencia repleta de algarabía, se le presentó aquella mañana de lo más triste y oscuro por culpa de su agotador trabajo. Impregnado por la contaminación procedente de las chimeneas de las fábricas, el sol quedaba oculto tras una boina de color asfáltico.

«Este es mi mundo. Este es mi amanecer», pensó con un suspiro de resignación, saltando de azotea en azotea, de cornisa en cornisa y de bloque en bloque, seguido por el grupo al que fue sido asignado para limpiar de aquel fastidioso hollín las escotillas, chimeneas y otros conductos cuyo difícil acceso, hacía que estuvieran reservados solo a los deshollinadores más hábiles.

Fransz Parade, que así se llamaba el limpiachimeneas, no tenía ningún interés por cambiar la situación en la que todo el mundo estaba inmerso. La Tierra era una gigantesca y siniestra fábrica, sin océanos bravíos, bosques frondosos, ríos de amplio caudal, montañas de cumbres nevadas, glaciares eternos o cuevas cinceladas por el agua durante el transcurso de millones de años. Todo aquel rico panorama dio paso, en un momento olvidado en el tiempo, a fábricas de una altura colosal, almacenes de cadáveres, cárceles y minas que llegaban hasta casi el mismo centro del mundo.

¿Por qué se mostraba indiferente ante una tragedia tan grande y no concebía un cambio radical de todo aquel sistema esclavista?

Por miedo. Un miedo con un nombre tan oscuro como el cielo que en aquellos momentos divisaba en lontananza: el ejército de los spitzsei o las Sombras. Los obreros encerrados de por vida se sometían a su voluntad, y los hombres libres de aquella condena optaron por callar y permanecer sumisos ante las aberraciones que parecían bestias y, a la vez, no lo eran. El miedo calaba tan fondo en el corazón de los seres humanos que, aún sin tener una presencia notoria entre las demás criaturas horrendas que comandaban las acciones de la Humanidad esclava, las Sombras eran la imagen de la muerte inmediata y, si uno no quería encontrarse cara a cara con una de ellas, ya podía guardarse bien de cometer alguna irregularidad que las enfureciese. Esa era la razón por la que se les veía, más bien, poco.

Los ojos del joven iban de un lado a otro para encontrar el camino más rápido por las azoteas hasta la fábrica que debían deshollinar. Cuando consideró que torcer a la derecha, era la opción más acertada, se volvió para hablar con su primo y compañero de división, Frederick von Häusern; un joven enjuto de nariz aguileña y pelo ralo y oscuro. Poseía una naturaleza nerviosa y tímida cuando las circunstancias le obligaban a interactuar con otras personas. En su placentera soledad, su carácter adquiría un matiz frío y distante, que a Fransz lo inquietaba sobremanera. Obsesionado con perfeccionar la maquinaria y engranajes de sus zancos de muelles —o hoolies, en la jerga de los deshollinadores—, dificultaba la marcha del grupo y solían llegar tarde a diario al destino asignado, por su culpa.

Fransz por el contrario, era un joven de veinte años muy aplicado en su tarea y se tomaba muy en serio no ser el objeto de la furia del capataz de turno. Era desgarbado y su pelo más corto que el de su primo, oculto bajo una gorra obrera de paño. Era bastante atractivo para un deshollinador expuesto a los peores compuestos químicos que expulsaban los tubos metálicos a la atmósfera, y afable con los demás, lo que a veces le atribuía un aire pueril en las relaciones con otros del gremio. Sin embargo, aquello le dotaba de cierto respeto entre la población de campesinos y deshollinadores que vivían con él, muy al contrario que su primo, quien a menudo era el centro de las comidillas del kulag y cuyas excentricidades no tenían límite. Sin embargo, eso no le restaba genialidad a lo que inventaba o perfeccionaba por el bien común y el suyo propio.

—¡Fred, haz el favor de dejar eso y date prisa. ¡Por si no lo sabías, tenemos aún todo un día de trabajo en las chimeneas! —riñó Fransz a su pariente.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora