El camino que debía recorrer para pasar de una selfactina a otra era bastante complejo. Aquella red de mercrodinio había estado desde los tiempos en los que Romanov se había hecho con el control de la Humanidad, antes incluso de que él mismo fuera sometido de nuevo por el capricho de los humanos. Yo desconocía los hechos de aquella etapa; ni siquiera mis compañeros dustsei hablaban de ella en sus pensamientos, ya fuese porque en realidad no sabían sus orígenes o por simple orgullo, pues odiaban hablar de las personas en su conciencia compartida. Ellos utilizaban la Red como si hubiese estado en el planeta desde siempre.
Las Sombras no teníamos un cuerpo definido, éramos éter o esencia espectral que no necesitaba de nociones materiales para existir. A pesar de ello, estábamos sometidos a las mismas leyes que un cuerpo humano, ya que dependíamos, para nuestra desgracia, de ellos. Si un humano moría, el dustsei creado a partir de él, moría también, y moría en esa dimensión. Aunque fuésemos inmateriales, estábamos sujetos al espacio y al tiempo y no podíamos viajar a través de él, por ello teníamos que desplazarnos de forma lineal, sin saltos, conducidos por el elemento que componía todo nuestro sistema fantasmagórico. Nos desplazábamos por este medio más que nada por comodidad. Podíamos movernos a grandes velocidades, pero con ayuda de las selfactinas, nuestro ser era transportado al lugar de destino de inmediato, sin destrozar nuestra estructura molecular y sin provocar alteraciones en nuestro homólogo humano. Incluso a veces las personas también eran transportadas por este sistema, aunque en muy pocas ocasiones, ya que su cuerpo, al ser por entero material, les producía un dolor superior al de mil partos seguidos y no podíamos dejar que su alma alienada sufriese daños.
Esta es la razón por la que Romanov fue sometido de nuevo por el yugo humano. Se dio cuenta de que no podía llevar a cabo su destrucción total de la Humanidad y debía mantenerlos como al ganado. El ganado requiere provisiones y las provisiones requieren medidas. De este modo apareció la Alianza y con ella, el ocaso del poder de Romanov, pues él dependía de los procesos contables que llevaban a cabo aquella gente que parecía haber salido de la nada. Así que su venganza, cuyo origen y motivo habían sido sepultados por el paso del tiempo, fue en vano.
Él, como yo, evitaba las selfactinas lo máximo posible. Como éramos una anomalía en el tejido de la realidad, parte espectro y parte humana, sufríamos lo indecible cuando nuestro corazón se sometía a presiones tan altas como las de los canales de mercrodinio, de modo que los evitábamos todo lo que podíamos, usándolos nada más que en caso de urgencia.
Y aquel fue uno de esos casos, porque ya no había un «nosotros». Romanov ya no estaba y toda la responsabilidad de los dustsei había caído de forma irremediable sobre mí. Era algo tan humano el sentir miedo por el devenir, que tuve una envidia momentánea por mis congéneres. Ellos no vivían en torno a un deber, eran puro instinto. No tenían conciencia del pasado, el presente o el futuro. Mataban como una fiera mata para sobrevivir, y no debían preocuparse por sentir odio y rabia hacia una especie inferior que, a pesar de ello, tenía la capacidad de controlarlos. Dudaba siquiera de que fueran capaces de saber que no podían vivir sin ellos.
Cuando atravesé el caudal de mercrodinio sintiendo lacerantes punzadas en mi corazón, tuve que recuperarme, apoyándome en la compuerta de la selfactina. DeLyon tardó una media hora en llegar hasta donde me encontraba. Yo había recobrado mi aspecto imponente y no tuvo que verme doblado por el dolor y muerto de miedo por aquella terrible sensación de desasosiego.
El gigantesco palacete donde se alojaban los Notables estaba compuesto en su interior por un mármol blanco impoluto, alfombras viejas en los pasillos, ricamente bordadas con hilo dorado y seda escarlata —materiales que ya no existían—, y estatuas custodias de diferente estilo y época que a los lados de las galerías nos miraban pasar, con sus ojos fríos carentes del negro de las pupilas humanas.

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Capitán de Sombras
Novela JuvenilFransz Parade, un joven y alegre deshollinador, vive feliz junto a su primo y a su tutor en el kulag del Sector-Azores. Su vida es monótona limpiando chimeneas de la gran fábrica que es el mundo, pero no se atreve a quejarse por miedo a un oscuro y...